Los políticos con oficio y experiencia saben bastante bien que una elección nunca es igual a otra, porque las circunstancias cambian. Por eso también las estrategias tienen que ser diferentes.
Me llama la atención que en Morena creen, están convencidos, que porque en 2018 votar por la marca, sin ver ni conocer o revisar el producto, les dio resultado, esta vez se volverá repetir el fenómeno.
Hace seis años los mexicanos, y los veracruzanos, votaron por Morena en “racimo”, sin ver quiénes eran los candidatos a diferentes cargos o qué calidad y cualidades tenían, atraídos por un poderoso imán llamado Andrés Manuel López Obrador.
AMLO despertó grandes esperanzas, luego de que por segunda vez el PRI había fallado, como lo había hecho en 2012, esta vez con Enrique Peña Nieto, y lo que la mayoría quería era un cambio. El hartazgo ciudadano se volcó a su favor, en lo que se conoció como el efecto López Obrador, que arrastró con él a una cauda, que ahora sabemos que eran y siguen siendo impresentables.
El próximo 2 de junio, los que tienen decidido ir a votar, ¿lo harán en forma mecánica, a ciegas, y cruzarán la boleta solo donde diga y porque diga MORENA, o primero se fijarán quiénes son los candidatos y se decidirán por los que más los convenzan, aunque no sean de un mismo partido?
En Veracruz, Morena promueve la campaña “5 de 5”, es decir, que el elector no se fije en quiénes son los candidatos a presidente, gobernador, senadores y diputados federales y locales, y crucen la boleta solo porque vean el color guinda.
Rocío Nahle está llamando a votar “en paquete”, por el nombre de su partido para que no se fijen que va ella como candidata a gobernadora. Quiere que el elector vea la caja y la marca pero no que algunas manzanas están en buen estado, aunque otras podridas y algunas ya engusanadas.
Algo así como que los postulados sean Jack el Destripador, Drácula, Frankenstein, Regan la niña de El Exorcista, Chucky, Hannibal Lecter, puro personaje de terror o como para dar terror, y pidan que no se fijen en quiénes son sino que voten por ellos solo porque llevan la marca MORENA.
Luego de seis años, cuando ya los veracruzanos saben quiénes y cómo son los morenistas, porque en el poder han fallado y decepcionado, soy de los que está convencido que el del 2 de junio habrá un voto cruzado, que la votación estará dividida para todos los cargos y que Morena no ganará en automático, incluso que puede perder.
Claudia Sheinbaum trata de imitarlo, pero de ninguna manera es López Obrador, no tiene su arrastre, y Rocío Nahle no aclara el origen de su fortuna, de sus bienes, de sus decisiones como secretaria de Energía y al frente de la construcción de la refinería de Dos Bocas, y no logra salir del lodazal de corrupción del que la señalan.
Están atenidos a que los electores van a llegar a las urnas y solo con ver la marca MORENA van a cruzar la boleta en el color guinda, aunque Nahle vaya incluida. Están creídos, seguros, que así va a ocurrir y por eso ya se sienten ganadores. Ah, y porque van a sacar todo lo que tienen, el resto, para la compra de votos.
Volpi, y el hartazgo que provoca López Obrador
El pasado 11 de mayo, el escritor mexicano Jorge Volpi publicó en el diario Reforma uno de sus artículos dominicales, imperdibles, cuya lectura, creo, nos puede ayudar a entender el cansancio de los mexicanos con un hombre al que hace seis años le dimos nuestro voto de confianza y terminó por decepcionarnos, incluso se convirtió en un vivo ejemplo de intento de dictadura, que por ningún motivo los mexicanos debemos permitir.
El último debate presidencial nos confirmó el continuismo que pretende Claudia Sheinbaum. Ante la proximidad de ir a las urnas, creo que su lectura nos puede ayudar a decidir mejor nuestro voto y a no caer en el mismo error de hace seis años. Con el permiso de Jorge Volpi, en aras de fortalecer nuestra democracia, repito su artículo. Usted lea, usted juzgue, usted decida.
“Ruido de fondo
Está ahí, a todas horas, mañana tras mañana, semana tras semana, año tras año, sin pausa ni descansos, lento y monocorde, acentuando sus incómodas pausas –y sus feroces lapsus–, cada vez más nervioso y altanero, más terco y egoísta, también cada vez más enojado, convertido en un brote de furia menos y menos contenida, en una sucesión de explosiones maliciosas y puntuales, convencido, demasiado convencido de que debe preservar su lugar en la historia: una voz que ansía silenciar todas las demás voces, que busca imponerse sobre ellas, acallarlas o aplastarlas o al menos disminuirlas, e insisto: todas las voces, no solo las de sus enemigos –a los que él llama adversarios, conservadores, neoliberales: su propio retrato–, sino, lo que es peor, incluso las de sus fieles y adoradores, incluso las de sus colaboradores y aliados, y sobre todo –sobre todo– la de la mujer a quien él mismo eligió como sucesora.
Se trata, qué duda cabe, del monólogo más largo de nuestra historia democrática: desde hace casi seis años, la misma voz repetitiva, cansina y venenosa que al principio sonaba tan original, tan auténtica, tan necesaria, y que hoy se ha vuelto un insufrible ruido de fondo, algo semejante al ulular de un electrodoméstico, el crepitar del aire acondicionado o el martilleo de un taladro, uno de esos odiosos ruidos a los que acabamos por acostumbrarnos, pero que, cuando al fin cesan o se detienen, así sea por unos instantes, nos conceden un alivio repentino, ah, una calma y una paz, ah, un silencio merecido, aunque al cabo sea un engaño –unas horas por la noche o en el fin de semana–, porque ahí viene de nuevo, dispuesto a recomenzar.
Como llevamos casi seis años escuchándolo, o al menos oyendo sin oír ese rumor matutino cuyos ecos se prolongan a lo largo de toda la jornada, hemos terminado por sentirlo casi natural, como si ya el país no pudiera tener otro ritmo u otro tono, como si estuviéramos fatalmente condenados a su lánguida maledicencia y a su insidioso retintín, y ahí está otra vez, blandiendo sablazos a diestra y siniestra, insistiendo una y otra vez en su papel histórico y en la zafiedad ajena, ensalzándose sin pudor y vituperando e insultando sin vergüenza a esos ciudadanos a los que en su momento juró servir.
Si algo se echa de menos en este país es el silencio del poder, si algo urge es, por el amor de Dios, dejar de tenerlo ahí cada mañana, soberbio e impenitente, grosero y desparpajado, imperioso y atrabiliario, errático y cerril, incapaz de contenerse, incapaz de ceder el micrófono, incapaz de darse cuenta de que su tiempo se ha agotado, incapaz de reparar en que los aplausos están grabados, de que su perorata se ha transformado en un obstáculo incluso para sus propios fines, que su verborrea rijosa y mendaz, barriobajera y muchas veces infantil, ha comenzado a hacerle más daño a la nación –y a su propio proyecto– que cualquiera de los múltiples errores de la oposición.
Muchos ciudadanos, más de los que él se imagina, estamos hartos y decimos ya basta, exigimos su silencio –como él en su momento exigió el de Fox–, que al fin deje de tratar de controlar la discusión pública, que por fin se dé cuenta de que estamos en campaña y, en campaña, a quienes queremos oír son a quienes ahora aspiran a sustituirlo, no a él, que le deje el lugar que le corresponde a su candidata, que retraiga el machismo con el que le ha impuesto por la fuerza su programa y su discurso, que se abstenga de pronunciar las palabras con que cada mañana la opaca para seguir siendo la noticia principal, que por fin deje que ella hable y que sean sus propuestas las que prevalezcan y se discutan a lo largo del día, que cese ya en su intento de boicotearla –mientras destila su rabia a diestra y siniestra contra la oposición y contra cualquiera de sus críticos–, que al fin haga mutis y nos permita escuchar, sin ese maldito ruido de fondo, lo que Claudia Sheinbaum, quien muy probablemente ganará las elecciones, nos tiene que decir”.