La mañana del 12 de octubre de 2016, Javier Duarte de Ochoa apareció sorpresivamente en el noticiero matutino de Televisa, conducido por el periodista Carlos Loret Mola, para anunciar que solicitaría licencia definitiva como gobernador de Veracruz para enfrentar las acusaciones que desde entonces ya pesaban, desde el ámbito penal, en su contra.
La historia es conocida. Duarte no se defendió de nada, sino que tres días después de su anuncio, emprendió la fuga luego de enterarse de que la Procuraduría General de la República libraría una orden de aprehensión para su captura, la cual ocurrió seis meses después en un hotel de Guatemala.
Para ese momento, Javier Duarte y su gobierno eran una sombra, una caricatura, una broma macabra que le había costado a Veracruz miles de muertos y desaparecidos, la quiebra económica y el completo desmantelamiento de sus instituciones, que ya no eran capaces de cumplir con ninguna de sus responsabilidades.
Duarte ya estaba derrotado, así que lo único que le quedó por hacer fue huir, en un último acto de absoluta irresponsabilidad, dejando tirado al estado, a menos de dos meses de que concluyera su periodo constitucional. Ni siquiera ese gesto intentó tener. Aunque a la luz de lo que se supo después, fue engañado por el secretario de Gobernación para que dejara el cargo y facilitar su aprehensión.
Hace un año, la caída de Javier Duarte fue festinada por buena parte de los veracruzanos, quienes creyeron que al fin se cerraría esa etapa dolorosa, bestialmente corrupta y violenta de la historia de Veracruz. Que con la llegada de la alternancia en el poder y de un nuevo régimen se recompondrían las instituciones, se restablecería el orden y se recuperaría, al menos, la seguridad.
Pero un año después de que Javier Duarte dejó la gubernatura, en el estado de Veracruz muy poco ha cambiado. Casi nada. Persisten vicios enraizados en el corazón del sistema político, sin importar cuál sea el partido que gobierne. Porque a ninguno le interesa terminar con los mismos.
En el régimen del “cambio” se mantienen las prácticas antidemocráticas. Un partido, Acción Nacional, que avasalla a sus oponentes en el Congreso, sin siquiera haber obtenido en las urnas ese poder. Un Poder Ejecutivo que no escucha, que reprime y que no resuelve demandas sociales mínimas, y que por el contrario, las descalifica y las criminaliza. Un Poder Judicial sometido a lo que se le dicte desde palacio de gobierno. Exactamente igual a como se hacía durante el duartismo.
En materia económica, el estado sigue en quiebra. No hay dinero circulando. La economía de las familias está por los suelos y tampoco hay obra pública trascendente que ayude a que fluyan los recursos. Con todo y que al gobierno estatal se le aprobó la reestructuración de los pasivos que recibió de la administración estatal. Si acaso, lo único que lograron fue regularizar el pago de salarios a la burocracia. Claro, a la que quedó después de los despidos masivos ejecutados al principio del bienio y a la que llegó a ocupar su lugar.
Y por supuesto, la inseguridad se ha disparado, a pesar de que el hoy gobernador se presentó en campaña como un experto en el tema. Pero en los hechos, Veracruz vive una oleada delincuencial mucho peor que la del duartismo, porque los criminales están atacando a la población civil, que en muchas ciudades, incluida la capital, tiene terror de salir a la calle ante la incertidumbre de si logrará volver con bien a su casa.
No, no hay nostalgia por el pasado. Los doce años del fide-duartismo fueron una época negra que no debe volver jamás. Aunque nada nos lo garantiza, ante la corta memoria que suele tener la ciudadanía de nuestro país y nuestro estado.
Sin embargo, a un año de que se fue Javier Duarte, nadie puede decir que estamos mejor. Quien lo haga, miente.
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