“Si me quedo, vivo con miedo de salir, de conservar mi trabajo; de manejar sin licencia. Aquí, me ven raro; me discriminan por cómo me veo, por mi color de piel; me persiguen y si me agarran, todo lo que he logrado construir aquí, se podría perder. Si me detienen y me deportan, no tengo oportunidad de sobrevivir; vuelvo a lo mismo; a la pobreza, a la desesperanza, a la violencia. Vengo huyendo de las masacres, balaceras, asaltos, secuestros, desapariciones; de la muerte y el dolor; me aterra la corrupción de las policías y de los políticos porque todos o muchos están coludidos con los criminales. Allá, en mi tierra y acá donde vivo, no tengo protección ni seguridad. No hay forma, en ninguna parte”.
En México, el calvario de las personas migrantes, como el de otros grupos vulnerables como las víctimas de violencia, de feminicidios, desapariciones, discriminación, extorsión, masacres, robos, balaceras y mutilaciones, se ha normalizado desgraciadamente. Y en el recuento oficialista, nada más les borran de las estadísticas
Son tantas las personas que sufren a diario que, para la sociedad, saber, ver, escuchar sus dolorosas penurias, pareciera ya no importar. El dolor de miles o millones se esconde entre cifras, datos, otros datos, números, notas que, a pocos, pocas conmueven. Pero la tragedia está ahí, las causas y las y los responsables son visibles y también, las consecuencias.
Las personas migrantes son las personas mayormente violentadas durante toda su vida, porque las agreden y sobajan desde el principio hasta el final. La mayoría relata que se fueron de México o de algún país centro y sudamericano, por la pobreza, la inseguridad, la violencia doméstica, el miedo, la falta de acceso a salud, educación, vivienda. Emigran de la miseria y de las y los miserables.
Prefieren padecer la discriminación, el pago bajo a su mano de obra, el precio alto para el coyote o pollero, la persecución de la autoridad migratoria, perder la vida o arriesgarla en el trayecto, que volver a sus países de origen.
Cierto es que todas las personas tenemos derecho a la libre circulación y que los países tienen derecho legítimo también a proteger sus fronteras que son parte de lo que se denomina la soberanía nacional, es decir donde sus leyes y normas rigen y, su seguridad nacional, que implica el resguardo de la integridad de sus intereses nacionales, población, territorio, Estado de Derecho.
Los estándares internacionales permiten a los gobiernos del mundo a regular el flujo migratorio – no a contenerlo, no a prohibirlo-, porque es violatorio del libre tránsito y están mandatados a respetar y garantizar los Derechos Humanos de las personas migrantes que circulan por su territorio. Estas son las dos claves sustanciales para que los gobiernos de los Estados Nacionales emitan leyes, normas, planes, programas y destinen recursos públicos que den un orden, dignidad y marco legal a este flujo migratorio que, insisto, no pueden ni deben detener.
De aquí que se diseñen instrumentos jurídicos y programas conjuntos entre los Estados para cooperar en la adecuada regulación del fenómeno migratorio. Esto es lo ideal. La colaboración bilateral, los acuerdos, las acciones articuladas. Pero siempre está la política, los intereses de uno y otro lado; las negociaciones, las transas.
En los discursos oficiales siempre se expresan estos conceptos y compromisos, pero la realidad de las personas que migran es mucho más compleja y sus vidas siempre están en riesgo. Su futuro, a merced de la habilidad negociadora de las partes.
Sobre todo, si se trata de personas migrantes indocumentadas, lo que complica más su situación porque ingresar a otro país sin papeles, sin visa, sin permiso legal, es una violación a las leyes nacionales de los países receptores, que conlleva sanciones severas. Sin embargo, los ordenamientos legales internacionales también amparan a estas personas que tienen derecho legítimo a tener un debido proceso legal, acompañamiento de sus autoridades representadas en el país de ingreso y a que se respeten sus Derechos Humanos y su integridad.
No descubro el hilo negro, pero siempre se habla de que una de las mejoras formas para regular el flujo migratorio es atender y resolver las causas de esa decisión de salir, transitar e ingresar a otro país, con o sin documentos y quienes tienen responsabilidad en esas causas.
La mayoría de las personas migrantes con o sin papeles de este lado del planeta quieren emigrar al norte del continente, es decir a Estados Unidos y a Canadá, simplemente porque son los dos países más desarrollados, ricos, plenos de oportunidades para aspirar a tener una mejor calidad de vida. Son y ofrecen, el contraste de lo que padecen en sus lugares de origen.
Las personas migrantes, en su mayoría indocumentadas, se van, escapan, huyen, salen corriendo de sus lugares de origen porque, en el caso de México, los gobiernos municipales, estatales y federal, no les garantizan el goce pleno de sus Derechos Humanos, trasgrediendo el artículo 1 de la Constitución y los tratados internacionales que, en la materia, ha suscrito el Estado Mexicano y que es el responsable de su situación vulnerable.
No logran asegurarles la igualdad de oportunidades y la superación de la miseria, pobreza, pobreza extrema que sufren.
Tampoco, el acceso a educación y atención de la salud de calidad; a vivienda digna; al empleo o actividad productiva decente, ingresos, financiamiento, créditos para que tengan un trabajo y un salario que les alcance para las necesidades básicas de sus familias.
Mucho menos, la seguridad pública y la tranquilidad social, la integridad física y de sus patrimonios porque los gobiernos de los tres órdenes no han podido, o no han querido contener la violencia, las masacres, las balaceras, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones forzadas o por particulares, las amenazas del crimen organizado que ha diversificado sus actividades ilícitas.
Entonces las personas migrantes indocumentadas, en su mayoría son pobres, de nivel bajo de educación que, durante sus vidas, nunca han ejercido ni se les han respetado sus Derechos Humanos y sus Derechos Sociales. Y el responsable directo de esto, es el Estado Mexicano representado en los tres niveles de gobiernos, sea cual sea su color o logotipo.
La pobreza, las desigualdades sociales y económicas, la ignorancia, la falta de acceso a servicios básicos, a conectividad y muchos etcéteras, son el caldo de cultivo para que, al interior de los hogares de estas personas, sea común la violencia doméstica, el alcoholismo, la drogadicción, el abandono o muerte de las y los progenitores, el trabajo infantil forzado, la violencia sexual, psicológica, física, patrimonial, que en números altos, padecen más las mujeres, niñas y niños, adolescentes, personas mayores, personas con discapacidad y personas indígenas.
De esta terrible cotidianidad, las personas agresoras directas son familiares, cónyuges, padres, madres, personas vecinas, conocidas o los criminales y, también es responsable el Estado Mexicano, que a través de los órdenes de gobierno, no brinda adecuada vigilancia, seguridad, servicios públicos, planes y programas, recursos y la atención, prevención, sanción y erradicación de estos círculos viciosos que trasgreden los derechos, la dignidad humana y libertades fundamentales de quienes deciden emigrar y arriesgar sus vidas, jugándosela y sin papeles.
En la huida de esta dolorosa vida sin esperanzas y miedo, las personas migrantes indocumentadas se topan con los traficantes de personas, -polleros, coyotes- que les prometen ayudar, les cobran un dineral y les extorsionan, a veces de por vida. Estos personajes usualmente están vinculados, apalabrados, con las autoridades locales y migratorias, las policías, el ejército, la Guardia Nacional, aquí y allá en el país norteño, con sus homólogos.
Las redes del tráfico ilegal de personas son un negocio jugoso para todas estas personas, particulares o en el servicio público, que están amañadas para explotar las carencias y desesperación de quienes deciden abandonar sus comunidades.
En el trayecto, las y los migrantes sin papales, se encuentran a merced de los criminales organizados o en las oficinas públicas, que les secuestran, les lastiman, les matan, les mutilan, les reclutan o les abandonan a su suerte en tráileres o vehículos habilitados para el traslado donde perecen asfixiados, sedientos y hambrientos: donde son ultrajados, violadas las mujeres y niñas, agredidos y maltratados todos.
A pie, en tren, en camiones, recorren miles de kilómetros quienes sobreviven el calvario. Si los agarran y les prometen, las autoridades locales responsables de su seguridad e integridad, les hacinan en refugios, donde no hay dignidad para esperar su destino, ni agua, ni respeto, ni orden, ni derecho que les proteja. De todo esto, también es responsable la autoridad local y federal.
Los traficantes delinquen en la impunidad, colusión y omisión institucional. A veces, porque todavía hay gente buena, hallan almas caritativas y solidarias que les acercan una botella de agua, comida, mantas, medicinas, pero es la sociedad civil organizada y colectivos ciudadanos quienes se apiadan de su desgracia, no la autoridad bastante convenenciera e incompetente.
Ya para cuando llegan a la frontera norte, sus Derechos Humanos han sido más que pisoteados, pero no así su deseo e ilusión, su resistencia, su esperanza para seguir adelante.
Quienes logran emprender el salto al otro lado, siguen pagando miles de dólares a los otros traficantes. Muchas personas se quedan varadas a disposición y en pésimas condiciones, de las autoridades locales de acá y de allá. Si les agarran, les golpean, les agreden, les hacen esperar y a veces ni tienen persona traductora o abogada/o que les ayude a entender su situación legal.
Muchas personas migrantes indocumentadas no saben leer ni escribir en español, menos, nada en inglés; pero tampoco saben que tienen derechos y que pueden ampararse. Las autoridades migratorias de EUA les ven como “aliens” que no se traduce propiamente como “extranjeros” en inglés, sino como “gente de afuera, extraños, ajenos, extraterrestres” y para los gringos más radicales y xenófobos, como “invasores”. De entrada, el desprecio, el rechazo, el miedo.
Ahora, las y los mexicanos que lo lograron y pasaron al otro lado sin autorización, según el Instituto de Políticas Migratorias (MPI) de EUA, “representan el mayor grupo de inmigrantes no autorizados, con un 45% del total de 11.3 millones de personas sin estatus legal en 2022”. Otro dato interesante que reporta el Instituto citado es que, en 2023, aproximadamente el 50% de las personas migrantes mexicanas de 25 años o más carecían de un diploma de escuela secundaria o equivalente y sólo el 9% reportaron tener un título de licenciatura o superior.
Por tanto, se puede afirmar que esa mitad trabaja en EUA como mano de obra barata y con sueldos minúsculos en actividades arduas como jardinería, construcción, siembra y cosecha, limpieza, servicios.
La mayoría de estas personas migrantes indocumentadas tiene que comprar en la calle o por medio de algún contacto un documento falso para poder trabajar. La famosa ID -identificación personal- o una tarjeta de número de Seguridad Social apócrifo. Es muy normal que patrones y jefes, jefas sean quienes les consiguen estos documentos falseados para contratarles o darles trabajo, pagándoles en efectivo, para no dejar rastros, y por supuesto, para explotarles, porque laboran bajo la amenaza del despido y del pitazo a la Migra, percibiendo sueldos infames. Ninguna ley les protege. No tienen derechos.
Y peor, si las y los migrantes, sin saberlo, usan algún documento de identificación que pertenezca o haya sido robado a alguna persona ciudadana estadunidense, el delito de “false claim” es más grave y penado por las leyes de allá por usurpación de identidad.
Ya establecidas las personas migrantes sin permiso, forman sus familias allá, nacen sus hijas e hijos allá, con el goce de la ciudadanía estadunidense que les brinda la Constitución -el famoso jus soli, “el derecho de suelo, principio jurídico que otorga la nacionalidad a una persona por el hecho de nacer en un determinado país”-.
Con muchos esfuerzos y sacrificios se hacen de un pequeño patrimonio, a veces logran acceder por sus descendientes o cónyuges a créditos o préstamos bancarios para pagar sus casas, sus carros, para poner su negocio; sus hijas e hijos van a la escuela, hablan inglés, se integran a alguna comunidad religiosa, grupos sociales; se reencuentran con sus familiares, arman sus redes de apoyo; empiezan a arañar el sueño americano que les motivó a emigrar y a arriesgar sus vidas, pero siempre viviendo con el susto y angustia de que les detengan en la calle, por conducir sin licencia, por su aspecto físico, por algún delito menor o mayor.
La mayoría que ya está allá, simplemente ya no se halla en su país, pueblo, rancho expulsor; sienten a Estados Unidos como su hogar, su casa porque allá pudieron prosperar, construirse una vida, que acá nunca hubieran podido tener. Sin serlo por nacimiento ni legalmente, se asumen como estadunidenses y sólo les interesa de su país de origen, la familia, la madre, las tumbas sin flores, sus recuerdos que dejaron atrás.
Volverían, sólo con papeles y para poderse regresar de inmediato sin problemas porque, por nada, quieren quedarse aquí; si fueran deportados/as, sería la destrucción, la mayor desgracia, la pérdida y la separación de sus afectos.
Quienes se aventuran a salir, no saben si podrán regresar e ingresar. Ya conocen bien el viacrucis, el peligro y el precio. Pero si han dejado familia en EUA, la persistencia para volver no declina. No importa si en alguna de las detenciones, les han impuesto la prohibición permanente por 10 años. Se arriesgan a entrar y a ser deportados – violentados sus Derechos Humanos una y otra vez- y todas las veces que sean necesarias para volver con las y los suyos.
En esta etapa, ya no se trata nada más del American Dream, sino del sentido de pertenencia y de responsabilidad con sus familias que, de ambos lados, se benefician de sus ingresos y de su apoyo moral y emocional.
Ahora bien, la vida que se han labrado las personas migrantes indocumentadas tiene sus amarguras y desconsuelos dentro y fuera del hogar. Al interior, ya las hijas e hijos, -como US Citizens– gozan de derechos y libertades, se enfrentan a una realidad distinta en términos culturales, sociales, educativos al ser parte de la sociedad estadunidense y reproducir sus costumbres, idiosincrasia, idioma, estilo.
Las y los hijos viven entre dos mundos. El que trajeron sus madres y padres migrantes con toda la carga cultural de sus orígenes y el que viven afuera en la escuela, trabajo, calle. No son ni de aquí ni de allá plenamente. En esta constante disyuntiva, su sentido de identidad les hace proclives a maltratar y agredir a sus progenitores indocumentados, tornándose en las y los agresores que humillan, golpean, roban, amenazan, acusan y demás, contra quienes se la jugaron por darles un futuro mejor.
En otros casos, son las esposas o esposos con ciudadanía estadunidense, aunque con raíces hispanas o latinas, como les dicen allá, quienes se convierten en la peor pesadilla, casi tan horrible como la Migra o el ICE, de sus parejas migrantes indocumentadas, porque les violentan cotidianamente.
En el fondo, es el estatus migratorio de las madres, los padres, cónyuges y su vulnerabilidad legal, lo que a las personas agresoras les mueve para amenazarles con el pitazo a la policía para que les deporten si no se someten a sus intereses y mandatos y así seguir sobajándoles, una vez y otra y otra vez más.
De manera que llegar, luchar, trabajar, sobrevivir, esconderse allá, es batalla ganada, pero la violencia contra las y los migrantes sin papeles, no termina nunca. El choque cultural entre personas de distintas raíces se revela cada día en sus hogares. Las historias son gráficas y desgarradoras. Además del miedo a que les agarren, sufren todo tipo de violencias de género, físicas, patrimoniales, verbales, psicológicas, emocionales, sexuales y la discriminación por su origen y por condición migratoria.
Ellas y ellos se han partido la vida para darles seguridad, alegrías, educación, casa, ingresos, comodidades, destino y futuro a sus seres queridas y queridos, pero cuando no les pegan, les delatan, les humillan, les desprecian, les discriminan y les ponen en peligro si se vuelven personas drogadictas, criminales, flojas, ingratas.
El infierno pareciera el mismo; acá, de regreso y allá, en estancia. Pero la devastadora realidad es que su sufrimiento no tiene parada.
Sin embargo, hay luces para las personas migrantes agredidas por violencias de género. El Acta VAWA – Violence Against Women Act– es una de ellas. Es posible apelar ante un juez sus casos, donde se evidencien tanto las agresiones de las que son víctimas por parte de sus hijas e hijos y cónyuges, como del peligro que les significaría ser deportadas a sus lugares de origen, dadas las condiciones de violencia, inseguridad, pobreza, falta de oportunidades y crimen que, bien sabemos, se han empeorado en los últimos años, sobre todo, en las entidades expulsoras de personas migrantes en México
Es un camino largo para transitar, en términos legales, pero por lo menos, es una opción viable para lograr un permiso de trabajo, una Green Card o la Legal Permanent Residence, una tarjeta de Seguridad Social, un papel oficial que les proteja y les brinde ciertos derechos para poder quedarse y vivir libres del miedo y merecedores/as del respeto de las y los agresores que les violentan, allá, en su nuevo hogar.
De cualquier manera, las causas de su escape siguen ahí y se agravan; las y los responsables siguen aquí, sin abatir las desigualdades y la violencia. Peor, recrudeciéndolas más, dándoles un cheque en blanco al crimen organizado, a personas servidoras públicas corruptas, debilitando a las instituciones, militarizando, trasgrediendo el marco legal constitucional y al aparato de impartición y procuración de justicia, arrodillando a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, manipulando las cifras, desinformando a la sociedad, distribuyendo recursos públicos bajo consigna de preferencia partidista, negándose a garantizar mejores empleos, salarios decentes, economías regionales productivas, remilgando presupuesto público a programas y acciones para atender, prevenir, sancionar y erradicar las violencias contra las mujeres y niñas, revictmizando a las víctimas, olvidándose de las necesidades básicas de las personas más pobres y vulnerables dándoles migajas para subsistir apenas.
Y por mientras, las y los políticos juegan a las vencidas retóricas y retorcidas para ver quién somete a quién. Quién gana con el truco impúdico del mensaje y el revire.
Regular el flujo migratorio, combatir el tráfico ilegal de personas y garantizar los derechos humanos debiera ser prioridad en la agenda bilateral y en las agendas nacionales; también abatir y desterrar las causas del círculo tortuoso de violencias que padecen las personas migrantes indocumentadas que inicia desde su infancia en sus hogares, les acompaña en el trayecto y se sigue reproduciendo en sus nuevas casas.
Para ellas y ellos, la diáspora con esperanza no llega a lugar seguro; la violencia les persigue a donde vayan; se vuelve perpetua.
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