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La interminable curva de aprendizaje

by Emilio Cárdenas Escobosa

Contar con cuadros capacitados debe ser una de las tareas centrales de cualquier organización política que aspira al poder. Siempre se requiere, además de la natural renovación generacional, del acceso de gente preparada, con nuevas visiones y actitudes que refresquen la forma de hacer política y ofrezcan renovadas respuestas a problemas añejos. Por ello existen escuelas de cuadros y formaciones juveniles en todos los partidos. Son como las fuerzas básicas de las que habrán de emerger los nuevos liderazgos, los técnicos o los políticos profesionales en los que se soporta la capacidad de una fuerza política para ofertar a la ciudadanía una plataforma política, un ideario o un proyecto de desarrollo nacional o estatal y ejercer gobiernos a la altura de las circunstancias.

 

En esa lógica todos los gobernantes buscan formar sus cuadros que les permitan trascender el ciclo de poder que les corresponde. Son los jóvenes – y en los tiempos de la Cuarta Transformación, los cercanos sin mayor experiencia en la administración pública- que de la nada reciben delicadas oportunidades políticas o administrativas y que en teoría se deben ir fogueando para empresas cada vez mayores. Sea un cargo de elección popular o una alta responsabilidad en el organigrama burocrático. Su mérito es, o debía ser, sus aptitudes profesionales, su sensibilidad política, su formación cultural o académica, sus dotes para el liderazgo o el cabildeo, entre muchas prendas que en teoría sustentan o dan la razón al propósito del gobernante que los impulsa.

 

En México y en el mundo vivimos en el espejismo de la juvenilización, donde lo joven es visto como lo bueno, lo honesto, lo que viste a un equipo de gobierno. De ahí que veamos a muchos políticos o administradores jóvenes como gobernadores, secretarios de estado o del despacho, legisladores, ediles o funcionarios públicos, sin que el hecho de su accionar en la administración pública signifique por sí mismo garantía de probidad, eficacia y eficiencia. No necesariamente por ser joven o haber sido compañero de viaje en la lucha por el poder se tiene la aptitud para estar a la altura de los retos que impone el gobernar. Como no es en automático, lo sabemos, que un correligionario sin más experiencia que haber participado en campañas políticas o en movilizaciones desde la oposición pueda con el paquete de un cargo administrativo de gran responsabilidad.

 

Los nuevos políticos pueden tener carisma, pero  difícilmente pueden inspirar confianza en automático. En ello cuenta mucho la actitud, que es, sin duda, un factor decisivo para el crecimiento político. Y es justamente en ese aspecto donde la gran mayoría de jóvenes y funcionarios “empoderados” cojea. La soberbia y la arrogancia con que se conducen muchos de ellos los desconecta de la gente. Basta ver las imágenes de algunos dirigentes partidistas, funcionarios o legisladores para corroborarlo. Ahí los tenemos en una actitud de grosera altivez, con un lenguaje corporal que dice mucho de su sobredimensionada autoestima. El poder les marea, sin duda. La mezcla de juventud, inexperiencia y poder sin contrapesos no siempre es la mejor alternativa.

 

Por ello muchos de los “prometedores” políticos no pasan del sexenio en que gozan del apoyo gubernamental. Ejemplos abundan. De las “camadas” de jóvenes políticos que recordemos en las décadas recientes pocos, muy pocos, lograron forjarse una carrera política destacable o que valga la pena recordar, a pesar del apoyo de sus protectores. Porque la verdadera madurez política de las y los jóvenes empoderados se aprecia y los lleva a trascender, cuando además de las características de formación y sensibilidad que requiere el ejercicio de esta actividad, poseen la capacidad de avanzar sin que alguien más les indique qué hacer, qué decir o qué pensar. Ya lo decía el filósofo Emmanuel Kant: “La inmadurez es la incapacidad de usar nuestra propia inteligencia sin la guía de otro”.

 

Y es aquí donde podemos concluir que, bien pensado el asunto, es mejor confiar los delicados asuntos de la gobernanza a alguien con madurez política. A quien desde joven aprendió que puestos, dirigencias y liderazgos son cíclicos y reconoce que el valor más grande de la política es actuar siempre con responsabilidad y sencillez, honrando la palabra empeñada. Lo demás, por más que se quiera alargar inútilmente la curva de aprendizaje, siempre será apostar por inútiles y contraproducentes fuegos fatuos.

 

 

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