En nuestro país donde la retórica oficial se ahoga entre selfies y boletines vacíos, la tragedia suele llegar sin avisar. Pero no porque no se supiera. Sino porque no se dijo. O más grave aún: porque no se quiso decir.
Las recientes inundaciones en la zona norte de Veracruz —particularmente en los municipios de Poza Rica y Álamo— no solo dejaron un saldo de afectaciones materiales todavía incuantificables. Dejaron, además, una estela de indignación legítima entre ciudadanos que, en pleno siglo XXI, no fueron alertados a tiempo. ¿La causa? Una negligencia imperdonable en la comunicación institucional que debió prevenir y no lo hizo.
Mientras el agua subía, las autoridades dormían. Literalmente. No es metáfora, es testimonio.
Vecinos enteros relatan que jamás recibieron una alerta, una advertencia, un mensaje, un simple aviso. Nada. Ni una bocina, ni una patrulla, ni una publicación en redes sociales oficiales. Como si el gobierno municipal —que debería estar precisamente para eso: proteger— hubiera desaparecido. O peor aún, como si nunca hubiese entendido su papel en una emergencia.
Y entonces surge la comparación incómoda, pero inevitable: Tuxpan.
Allí, tanto el actual alcalde, el Dr. Jesús Fomperoza Torres, como el presidente municipal electo, Daniel Cortina Martínez, hicieron lo que se espera de una autoridad con vocación de servicio: actuar. En la madrugada, mientras los demás se cobijaban del aguacero bajo techo, ellos estaban en el palacio municipal, coordinando brigadas, emitiendo boletines de prensa y alertando a la ciudadanía.
¿La razón? Recibieron el alertamiento de CONAGUA y lo tradujeron en acción inmediata. Sin excusas, sin pretextos, sin burocratismos letales.
Ahora bien, ¿acaso Poza Rica y Álamo no recibieron el mismo informe? ¿Acaso las crecientes sólo avisan selectivamente? No. Lo que faltó fue voluntad, responsabilidad y un mínimo sentido de urgencia.
Lo que esta emergencia vuelve a poner sobre la mesa es una pregunta crucial que incomoda a los de arriba y desampara a los de abajo: ¿quién vigila que las autoridades cumplan con su obligación de alertar, orientar y proteger?
Porque en este país, como en muchos otros, el desastre natural muchas veces no es el que provoca más muertes. Son las omisiones. El silencio institucional. La parálisis burocrática.
No es casualidad que los más afectados hayan sido precisamente aquellos que no fueron advertidos. ¿Cuántas vidas, cuántas pertenencias, cuántos hogares pudieron salvarse si alguien —al menos uno— hubiese alzado la voz a tiempo?
La comunicación gubernamental no puede seguir siendo tratada como un mero apéndice de propaganda. No es un canal para presumir obras mal hechas o repartir culpas ajenas. Es un mecanismo vital para informar, prevenir y salvar.
Los municipios no pueden seguir funcionando como feudos personales donde el alcalde decide, con irresponsable desdén, si comunica o no según le parezca. La protección civil no es un eslogan, es una obligación legal y moral.
¿Dónde estuvieron las alarmas comunitarias, los mensajes en redes oficiales, los perifoneos? ¿Dónde estaban los directores de comunicación social cuando más se necesitaban?
Si queremos evitar que lo ocurrido se repita —y no solo en Veracruz—, es necesario instaurar un protocolo federal obligatorio de comunicación en contingencias. Uno que no dependa del humor del alcalde en turno ni de la conectividad de su celular.
Que haya responsabilidades claras, sistemas de alerta comunitaria con respaldo legal y penalizaciones ejemplares para quienes omitan actuar. Que se evalúe la preparación de las autoridades locales no por el número de followers, sino por su capacidad de respuesta ante la tragedia.
Porque cuando las sirenas no suenan y los boletines no llegan, no estamos ante una simple falla técnica. Estamos ante una traición al deber público.
No se trata de buscar culpables para lincharlos en la plaza pública, sino de diagnosticar un mal estructural que debe ser extirpado. Las lluvias no avisan, pero el gobierno sí debe hacerlo.
Y si no puede, si no sabe, si no quiere, entonces no merece estar ahí. Porque gobernar no es salir en la foto con una pala después del desastre. Es evitar, en la medida de lo posible, que el desastre suceda.
Esa es la diferencia entre una autoridad y un espectador. Entre un servidor público y un político en campaña permanente.
Y en Poza Rica y Álamo, lamentablemente, vimos más de lo segundo que de lo primero.