La otra cara de la política

La otra cara de la política

La otra cara de la política

La otra cara de la política

La otra cara de la política

La otra cara de la política

Inicio Artículo de fondo El derrumbe del PRI: del poder absoluto al extravío total

El derrumbe del PRI: del poder absoluto al extravío total

by editor

El fin de una era

Durante más de siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional fue sinónimo de poder, de estabilidad autoritaria y de control político. Gobernó el país, los estados y los municipios, creó las instituciones y los sindicatos. Lo que el PRI decía, se hacía. Hoy, esa imagen parece un recuerdo remoto. El otrora “partido de Estado” se convirtió en una maquinaria desfondada, cuestionada y cada vez más irrelevante.

Su caída no fue repentina. Fue lenta, estructural y anunciada. Los cimientos comenzaron a resquebrajarse con la corrupción, se agrietaron con las rupturas internas y finalmente colapsaron ante el hartazgo ciudadano. México cambió, pero el PRI no. Mientras el país exigía transparencia y participación, el partido siguió aferrado a sus viejas fórmulas.

La corrupción sistemática se convirtió en su herida más visible. Escándalos como La Estafa Maestra —revelado por Animal Político en 2017— y el caso Odebrecht, documentado por Proceso y El País, expusieron el entramado de desvíos, simulaciones y redes de complicidad tejidas desde los gobiernos priistas. Aquello que antes se disimulaba con discursos de orden y progreso, terminó por destruir su credibilidad.

La legitimidad se desplomó al mismo ritmo que su militancia. Según datos del Instituto Nacional Electoral (INE), el PRI pasó de tener más de 6.7 millones de militantes registrados en 2019 a apenas 1.4 millones en 2023. La desbandada fue masiva. El partido perdió casi el 80 % de su base, un fenómeno sin precedentes en la historia política contemporánea de México.

A esa crisis interna se sumó el surgimiento de alternativas políticas más creíbles. Morena, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, capitalizó el descontento popular, ofreciendo una narrativa de justicia social frente al desgaste del régimen priista. Lo que para unos era populismo, para millones fue esperanza.

El PRI intentó reciclar su discurso, hablar de “renovación”, de “oposición responsable”. Pero era demasiado tarde. La ciudadanía ya no lo veía como opción; lo percibía como un símbolo del pasado que intentaba reinventarse sin convicción ni autocrítica.

En ese contexto, apareció Alejandro “Alito” Moreno Cárdenas, quien prometió reconstruir al partido desde sus ruinas. Lo que logró, sin embargo, fue acelerar su implosión. Bajo su mando, el PRI perdió su identidad, su militancia y su respeto público.

Y en ningún lugar esa caída es más visible que en Veracruz, un estado que fue emblema del priismo autoritario, del control territorial, del poder vertical. Aquí, el partido que lo fue todo terminó siendo casi nada.

Corrupción, fracturas y un liderazgo que no escucha

El derrumbe del PRI tiene una raíz profunda: la corrupción sistémica. El País documentó cómo los gobiernos priistas desviaron miles de millones mediante contratos fantasma y universidades públicas. La Estafa Maestra —que involucró a dependencias federales durante la administración de Enrique Peña Nieto— marcó el principio del fin de la confianza ciudadana.

A diferencia de otros escándalos, esta vez no hubo retorno. La opinión pública comprendió que el PRI no solo había permitido la corrupción, sino que la había institucionalizado. Los votantes, hastiados de cinismo, comenzaron a migrar hacia nuevas opciones políticas.

Paralelamente, el partido se fracturó por dentro. Desde los años ochenta, con la salida de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo para fundar el PRD, el PRI perdió su ala más ideológica. Pero fue en tiempos recientes, bajo el liderazgo de “Alito”, cuando la estructura interna terminó de resquebrajarse.

Alejandro Moreno, exgobernador de Campeche y tres veces diputado federal, asumió la dirigencia nacional en 2019 con un discurso de renovación.

Sin embargo, lo que siguió fue un proceso de concentración del poder interno. Animal Político y El Universal reportaron cómo reformó los estatutos del partido para extender su mandato y controlar las decisiones clave.

Su estilo autoritario y confrontativo ahuyentó a los militantes históricos. Bajo su mando, según cifras del INE, el PRI perdió representación en el Congreso, la mayoría de sus gubernaturas y el respaldo de la militancia tradicional. En los comicios de 2024, obtuvo menos del 10 % de los votos nacionales —su peor resultado en la historia moderna, de acuerdo con Forbes México y Proceso.

Las consecuencias fueron devastadoras. En menos de una década, el partido que había gobernado todo quedó reducido a una fuerza marginal. El PAN y el PRD rompieron la alianza “Va por México”, y el PRI se quedó aislado. En julio de 2025, el propio Expansión Política titulaba: “El PRI, más solo que nunca”.

Mientras tanto, Alito Moreno consolidaba su poder interno. En agosto de 2024 se reeligió como dirigente nacional pese al rechazo público y la presión de exgobernadores y cuadros históricos. El Economista y Aristegui Noticias describieron ese proceso como una “reelección forzada”, con tintes de imposición.

A nivel discursivo, Moreno se autodefinió como el “único opositor frontal al gobierno”.

Sin embargo, su beligerancia mediática contrastó con los resultados: el partido siguió perdiendo elecciones, militantes y credibilidad.

Su nombre también se asoció a escándalos patrimoniales. Reportajes de Latinus y Reforma exhibieron propiedades millonarias y presunto enriquecimiento ilícito durante su gestión en Campeche. Aunque no enfrenta procesos penales vigentes, la sombra de esos señalamientos y la amenaza de perder el fuero, terminaron por minar su autoridad moral.

El PRI no solo perdió el poder político; perdió la narrativa. En un país donde las nuevas generaciones piden transparencia, igualdad y participación, el partido se mostró incapaz de hablar su idioma. Su discurso, anclado en la retórica del pasado, no logró conectar con los jóvenes ni con la ciudadanía urbana.

Esa desconexión ideológica se trasladó a los territorios. Veracruz es el ejemplo más claro. En las elecciones municipales del 2 de junio de 2025, el PRI apenas obtuvo el 11 % de la votación total, según el conteo final del Organismo Público Local Electoral (OPLE). Ganó únicamente 23 de los 212 municipios —una cifra que lo coloca en la categoría de fuerza marginal.

En palabras de La Jornada, el PRI “desapareció del mapa político de Veracruz”.

Municipios donde antes era imbatible hoy son bastiones de Morena o Movimiento Ciudadano. En algunos casos, los candidatos priistas apenas alcanzaron uno o dos votos.

Las causas del colapso en Veracruz se parecen a las nacionales, pero con acentos locales: La corrupción sin precedentes en las administraciones de Fidel Herrera y Javier Duarte, la pérdida de liderazgo estatal, el abandono de militantes, dirigencias sumisas al centro y ausencia total de propuestas frente a los problemas del estado.

Durante los meses previos a las elecciones, Alito Moreno envió a Veracruz a 26 operadores políticos con la misión de evitar que el partido perdiera el registro local. Según Infobae México (junio de 2025), su estrategia no buscaba ganar alcaldías, sino superar el 3 % de los votos requeridos por ley.

No lo logró del todo. El PRI sobrevivió apenas por décimas y, en muchos municipios, su estructura territorial colapsó. Militantes de toda la vida se pasaron a Morena o al PVEM, buscando espacios de poder que el tricolor ya no ofrecía.

El impacto no es solo político: es económico y social. Al perder presencia en los ayuntamientos, el PRI perdió también su capacidad de gestión local, sus redes clientelares y su influencia sobre los presupuestos municipales. Lo que alguna vez fue un engranaje de poder se redujo a una maquinaria oxidada.

Integralia Consultores, en su informe de julio de 2025, señaló que el PRI “ha dejado de ser un actor relevante en la competencia estatal”. Esa pérdida tiene consecuencias en la gobernabilidad, pues un sistema político sin oposición real tiende al desequilibrio.

Veracruz, además, representa una herida simbólica para el priismo: fue uno de sus primeros bastiones, tierra de Fidel Velázquez, de Fidel Herrera, de Javier Duarte, de Yunes, de una tradición política donde el PRI no era un partido más, sino el sistema mismo. Hoy, ese sistema está en ruinas.

La dirigencia estatal, encabezada por Adolfo “Fofo” Ramírez, tampoco logró reactivar la militancia. Su subordinación a la dirigencia nacional lo dejó sin margen para maniobrar ni para reconectar con las causas locales. Mientras Morena avanzaba con estructuras frescas, el PRI se hundía en la inercia.

Incluso los sectores productivos del estado —el agroindustrial, el turístico, el energético— resienten la falta de representación política equilibrada. En un estado con tantas desigualdades, la hegemonía de un solo partido limita la competencia y la rendición de cuentas.

En otras palabras: la caída del PRI no solo reconfigura el mapa político, sino que altera la dinámica económica y social de Veracruz. Donde antes había pluralidad, ahora hay monopolio.

La ruina y la oportunidad

El PRI ha pasado de ser el arquitecto de la política mexicana al fantasma de sí mismo. Lo que antes fue disciplina partidista hoy es desorden. Lo que antes fue estructura, hoy es vacío.

La figura de Alito Moreno simboliza esa paradoja: el intento de conservar el control a costa de la sobrevivencia. Su dirigencia, marcada por la imposición y el desgaste, representa el último capítulo de un partido que no supo reinventarse.

En Veracruz, la historia se repite con crudeza. La maquinaria que durante décadas definió alcaldes, gobernadores y congresos locales hoy sobrevive con migajas de poder. El PRI perdió el voto, la fe y la voz.

Sin embargo, de esa ruina puede surgir una oportunidad. Toda crisis es, también, una posibilidad de reconstrucción. Pero esa reconstrucción no puede venir del mismo molde que provocó la caída: requiere liderazgos fuertes, nuevas ideas, nueva ética política.

El PRI podría reinventarse si aprende de sus errores: si deja atrás el caudillismo, si abre sus estructuras a la ciudadanía, si vuelve a representar causas sociales reales y no solo intereses de grupo.

Porque la democracia mexicana —y veracruzana— necesita una oposición real.

No por nostalgia, sino por equilibrio. Un sistema sin contrapesos es un sistema enfermo.

El reto no es solo recuperar el poder, sino también recuperar la confianza. Y eso solo se logra con congruencia, con transparencia, con humildad y con un liderazgo con pleno reconocimiento social y que abandere las demandas de los veracruzanos.

El viejo PRI ya murió. La pregunta es si de sus cenizas nacerá algo distinto o si se quedará como una ruina que todos miran y pocos extrañan.

De eso dependerá si, en el futuro, el tricolor vuelve a tener un lugar en la historia o si se queda, definitivamente, en el basurero de la política mexicana.

también te podría interesar