Por Miguel Angel Cristiani
En tiempos de crisis, las autoridades están obligadas no solo a responder, sino a liderar con el ejemplo. Pero cuando lo mínimo se vuelve extraordinario, es claro que algo está profundamente mal en la estructura del poder municipal en Veracruz.
Las recientes lluvias en el norte del estado dejaron algo más que calles inundadas y hogares devastados: evidenciaron, con brutal claridad, el vacío de liderazgo en la mayoría de los 212 ayuntamientos veracruzanos. Mientras cientos de familias luchaban contra el agua, el lodo y el miedo, una inmensa mayoría de presidentes municipales —con honrosas excepciones— prefirió la comodidad de su indiferencia antes que la incomodidad del deber.
Tuxpan fue una de esas raras excepciones. El actual alcalde, Dr. Jesús Fomperoza Torres, y el presidente municipal electo, Daniel Cortina Martínez, hicieron lo que cualquier autoridad mínimamente decente debería hacer: actuar. No se trata de heroísmo, se trata de responsabilidad. En plena madrugada, cuando la tormenta arreciaba y muchos funcionarios dormían plácidamente en sus hogares, ellos estaban en el Palacio Municipal, organizando brigadas, emitiendo alertas, habilitando albergues.
Pero uno de 212 no es una cifra para aplaudir: es un diagnóstico alarmante. ¿Dónde estaban los demás alcaldes? ¿En qué momento dejaron de entender que su cargo no es para tomarse fotos en eventos ni para administrar desde el escritorio, sino para estar en la primera línea cuando su gente más los necesita?
La tragedia no terminó con la lluvia. La segunda ola —la del abandono institucional— fue aún más cruel. Porque no se trata únicamente de los alcaldes de los municipios directamente afectados. La solidaridad entre comunidades también es un reflejo del tejido moral de una sociedad. Y allí también, la respuesta fue vergonzosa.
Excepto, otra vez, por unos pocos.
En la capital del estado, el presidente municipal de Xalapa, Alberto Islas Reyes, entendió que, aunque la emergencia no estaba en su territorio, sí era su responsabilidad moral y política tender la mano. Convocó al cabildo, instaló un centro de acopio y movilizó a la ciudadanía. No con discursos vacíos, sino con acciones concretas. Hoy, gracias a esa convocatoria, camionetas cargadas de esperanza —víveres, medicinas, ropa, productos de higiene— viajan desde Xalapa hasta el norte del estado.
Y hay que decirlo con claridad: esto no es un favor. Es un deber. No se trata de filantropía desde el poder, sino de una obligación ética de las autoridades. La ciudadanía cumplió: acudió al llamado, donó lo que pudo, demostró que el pueblo siempre está por encima de sus gobernantes. El mensaje es contundente: donde el gobierno no llega, la gente responde. Pero no debería ser así.
La emergencia climática ha sido la lupa que revela lo que desde hace tiempo era evidente: el sistema municipal veracruzano está plagado de improvisación, clientelismo y desinterés. Muchos de los actuales alcaldes —y no pocos de los electos— llegaron al cargo no por vocación de servicio, sino por componendas políticas, por cuotas partidistas, por promesas vacías.
¿Dónde quedaron los discursos de campaña, los juramentos de servir al pueblo? ¿Dónde las comisiones de Protección Civil, los fondos de contingencia, los protocolos de emergencia?
Porque no basta con tomarse la foto en campaña con botas en el lodo. Hay que estar ahí cuando el agua sube de verdad.
Hoy, mientras algunas familias intentan recuperar algo de lo perdido con la ayuda de ciudadanos que sí tienen memoria y conciencia, vale la pena hacer una exigencia clara a los municipios omisos: dejen de esconderse. Salgan de sus oficinas. Dejen de gobernar desde las redes sociales y empiecen a ejercer el cargo para el que fueron electos.
El caso de Tuxpan y de Xalapa muestra que sí es posible actuar con celeridad, con eficiencia, con humanidad. No es que no se pueda. Es que muchos no quieren.
Y aquí es donde el ciudadano debe levantar la voz. Porque no hay excusa que justifique la indiferencia. Porque quien no está en los momentos difíciles, no merece estar en los fáciles. Porque gobernar no es un privilegio: es una carga, un compromiso, una responsabilidad permanente.
En este contexto, más que agradecer a quienes hicieron lo correcto, hay que exigirle cuentas a quienes no movieron un dedo. Porque no se trata de premiar lo básico, sino de exigir lo esencial.
Las lluvias cesarán, el agua bajará, pero el daño está hecho. No solo en las casas inundadas, sino en la confianza rota hacia las autoridades ausentes.
Y esa, lamentablemente, es la peor de las tragedias.