“Puedes olvidar a aquél con el que has reído, pero no a aquél con el que has llorado”. – Khalil Gibran.
En Veracruz, cada temporada de lluvias trae consigo una verdad que se repite con dolorosa puntualidad: los desbordamientos, las pérdidas humanas y los daños materiales no son producto exclusivo de la naturaleza, sino del olvido institucional.
Lo que hoy sufre el norte del estado tras el paso de recientes temporales es el resultado de décadas de indiferencia y negligencia acumulada. Desde el gobierno de Javier Duarte de Ochoa —paradójicamente, el último que atendió de manera sistemática el dragado de ríos—, ningún mandatario estatal ha asumido con seriedad una política integral para el control y saneamiento de los cauces fluviales que cruzan de norte a sur la entidad.
Durante el sexenio de Duarte, más allá de las sombras de corrupción que ensucian su legado, hubo una acción que incluso sus críticos reconocen como estratégica: el dragado de los ríos Tuxpan, Pánuco, Tecolutla y Cazones en el norte, así como de otros afluentes que regularmente amenazaban con colapsar las zonas ribereñas. Aquellas tareas, realizadas con apoyo de la Secretaría de Marina y la Comisión Nacional del Agua (Conagua), representaron una política preventiva, más que reactiva, frente a los fenómenos meteorológicos que año con año azotan al Golfo de México. Desde entonces, el dragado dejó de ser prioridad, y el abandono sedimentó no sólo en los cauces, sino también en la conciencia gubernamental.
Hoy, cuando las lluvias vuelven a castigar con furia el territorio veracruzano, se hace evidente la falta de continuidad institucional. Ni la Conagua, ni la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), ni los organismos estatales como la Comisión Estatal del Agua de Veracruz (CAEV) han logrado diseñar o sostener un programa permanente de dragado y desazolve. Las acciones que se anuncian cada año parecen más ejercicios de propaganda que soluciones de fondo: trabajos parciales, contratos dispersos y licitaciones sin seguimiento real. La infraestructura hidráulica del estado, envejecida y colmatada, se encuentra a merced de la naturaleza.
El caso del río Jamapa es un ejemplo elocuente. En junio de 2024, el Gobierno de Veracruz firmó un contrato por 50 millones de pesos para dragar el cauce en la zona de Boca del Río. El proyecto fue celebrado como un rescate ambiental y turístico, pero no deja de revelar un hecho preocupante: hacía más de diez años que no se realizaba una intervención semejante. Es decir, más de una década de omisión en un afluente vital para la zona conurbada Veracruz–Boca del Río. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede un estado con más de 40 ríos navegables carecer de una política sostenida de dragado?
Otro ejemplo es el dragado del río Palizada, que, aunque pertenece al sistema Grijalva–Usumacinta, incide directamente en la cuenca baja de Veracruz. En 2024 se reportó un avance del 97% con el objetivo de prevenir inundaciones; sin embargo, el presupuesto y la coordinación interinstitucional se mantuvieron opacos. En contraste, la expansión del Puerto de Veracruz sí contó con inversiones multimillonarias y con empresas internacionales como Jan De Nul, encargada de profundizar los canales de acceso. En pocas palabras: para el comercio marítimo sí hay dragado; para las comunidades ribereñas, sólo promesas.
A nivel federal, la Conagua mantiene un discurso de acción continua. Sus proyectos de dragado y desazolve —coordinados por la Gerencia de Protección a la Infraestructura y Atención de Emergencias (PIAE)— buscan prevenir inundaciones, limpiar vasos reguladores y sanear cuerpos de agua. Pero la realidad es otra: no existe un informe público ni consolidado que permita conocer qué ríos de Veracruz han sido atendidos en los últimos diez años. Todo se diluye entre comunicados de prensa, reportes técnicos incompletos y una maraña burocrática que impide medir resultados.
La Profepa, por su parte, suele aparecer más como una autoridad sancionadora que como un organismo de prevención. En abril de 2025 clausuró un dragado en el río Pixquiac por no contar con la autorización de impacto ambiental. Aunque la medida fue correcta en términos legales, evidencia otro problema estructural: la ausencia de coordinación entre las dependencias responsables. Mientras unos buscan actuar con urgencia, otros paralizan proyectos por trámites interminables. El resultado: los ríos siguen sedimentados, y las poblaciones siguen inundadas.
El caso del norte del estado es especialmente dramático. Municipios como Pánuco, Tempoal, Tantoyuca y Tuxpan viven bajo amenaza permanente cada temporada de lluvias. Los desbordamientos del Pánuco y el Cazones no son fenómenos nuevos; son ciclos previsibles que podrían mitigarse con acciones preventivas sostenidas. Pero durante los últimos dos gobiernos estatales —el de Miguel Ángel Yunes Linares y el de Cuitláhuac García Jiménez—, el dragado simplemente desapareció de la agenda pública. En el mejor de los casos, se redujo a acciones aisladas, sin visión de cuenca, sin planificación hidrológica y sin transparencia presupuestal.
Esa omisión tiene consecuencias políticas. Cuitláhuac García y su equipo son directamente responsables de haber abandonado esta prioridad. Su gobierno, más enfocado en la confrontación ideológica y en la defensa partidista que en la gestión técnica, no entendió la importancia del dragado como política pública de seguridad y desarrollo. Bajo su administración, las lluvias de cada año dejaron decenas de comunidades incomunicadas, carreteras colapsadas y viviendas bajo el agua. La falta de previsión fue constante; la improvisación, norma.
Hoy, la Gobernadora Rocío Nahle García enfrenta las consecuencias de esa herencia. Con apenas unos meses en el cargo, ha buscado mostrar empatía, presencia territorial y capacidad de respuesta frente a las emergencias. Ha recorrido las zonas afectadas, ha instruido apoyos inmediatos y ha dado la cara frente a las familias damnificadas. Pero su problema no es la falta de voluntad, sino la ausencia de un equipo técnico y político capaz de construir una estrategia de comunicación y de control de daños eficaz. A diferencia de los gobiernos priistas o panistas, que contaban con operadores experimentados en manejo de crisis y narrativa mediática, Nahle enfrenta un entorno hostil sin una estructura de contención.
La mandataria sufre también el cerco informativo de un sector de medios que, al no recibir contratación de publicidad institucional, han optado por la confrontación abierta. En ese escenario, cualquier error —real o magnificado— se convierte en un ataque frontal a su imagen. No hay vocería cohesionada, ni comunicación política profesional, ni una estrategia de vinculación social que permita dimensionar los esfuerzos reales del gobierno en medio de la adversidad. Y esa ausencia de manejo institucional amplifica la percepción de desgobierno.
Sin embargo, sería injusto no reconocer la complejidad del problema. Dragados, desazolves y obras hidráulicas no se resuelven de la noche a la mañana. Exigen planeación, estudios de impacto ambiental, recursos considerables y coordinación interinstitucional. Pero lo que sí puede hacerse desde ahora es recuperar la visión de Estado: entender que el dragado no es una obra de relumbrón, sino una política preventiva que salva vidas, protege economías locales y reduce la vulnerabilidad frente al cambio climático.
En los últimos años, Veracruz ha sido testigo de cómo la naturaleza cobra factura al abandono. Cada tormenta deja al descubierto la falta de mantenimiento en drenes, canales y presas. Cada inundación revela la fragilidad de un sistema institucional que reacciona, pero no previene. Y cada familia damnificada es testimonio vivo de una cadena de omisiones que atraviesa gobiernos, partidos y sexenios.
El olvido del dragado no es un problema técnico: es un síntoma político. Es el reflejo de una clase gobernante que privilegia la inmediatez mediática sobre la planificación. Mientras en Tabasco, la Conagua presume el retiro de 12 millones de metros cúbicos de sedimentos en el Grijalva y el Carrizal, en Veracruz los ríos siguen atascados de fango, maleza y desidia. La entidad, que alguna vez fue ejemplo de infraestructura hidráulica, hoy naufraga en su propia ineficiencia.
La lección que deja el temporal en el norte del estado debería ser clara: sin dragado, no hay prevención; sin prevención, no hay protección posible. Si la administración de Rocío Nahle quiere marcar una diferencia real con sus predecesores, deberá recuperar esa agenda olvidada, establecer un plan estatal de dragado con metas anuales y coordinación federal efectiva, y sobre todo, transparentar los recursos. De lo contrario, el discurso de cambio quedará sepultado bajo el lodo que cada año vuelve a cubrir las calles, los campos y los hogares veracruzanos.
Porque en Veracruz, lo que mata no es sólo la lluvia: es el olvido.
Al tiempo.
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