¿Qué tienen en común Fátima Bosch, Guillermo Herrera, los productos de belleza coreanos, los procedimientos estéticos más solicitados e incluso el incremento del reclutamiento a jóvenes por parte del crimen organizado? Su punto común son los ideales estéticos y modos de vida que se han posicionado en la última década.
Durante años se ha vendido la idea de cómo tiene que lucir una mujer, no es casualidad que en los 2000 se viviera una época de trastornos alimenticios pues en las modelos y figuras de representación masiva veíamos una delgadez extrema, lo cual cambió con el posicionamiento de nuevos estándares donde se buscaba una mujer con curvas e incluso una supuesta diversidad se hizo presente en grandes casas de moda presentando nuevos colores en maquillajes como muestra de su apoyo a la diversidad ya existente en el mundo.
Sin embargo, el canon de belleza ha cambiado y ahora no solo aplica a mujeres, sino a masas, la idea de que solo un grupo selecto puede verse elegante o tener acceso a ciertos estilos ha cambiado con la democratización de la moda mediante diseñadores alternos. No obstante, el clasismo sigue presente, de ahí que haya quienes juzgaran duramente al influencer Guillermo Herrera por hablar de un estilo de ropa elegante, pero a la vez usar el transporte público y si bien un tema no está vinculado al otro, si es una muestra de cómo en México y seguramente en el resto del mundo consideramos que atacar al otro detrás de una pantalla es algo válido.
Lo mismo ocurrió con Fátima Bosch, la mexicana que ganó Miss Universo pero que al ser elegida como representante de México no recibió el mismo apoyo, su triunfo tanto al interior del país como al exterior ha estado envuelto en polémicas, primero por sus vínculos innegables con el poder. Fátima sin duda pertenece a las élites mexicanas y aunque eso no le resta carisma ni méritos en la contienda, sí le brinda puntos de ventaja pues su educación y panorama ya lleva de por sí un privilegio. Aunque la belleza de Fátima ha sido elogiada tanto como la de sus compañeras de concurso, lo destacable fue su participación en otro país, donde alzó la voz. Podríamos verlo como un triunfo al feminismo, pero esta también puede ser una nueva estrategia para posicionar marcas en un nuevo mercado pues detrás de Miss Universo hay más que solo belleza, también hay contratos millonarios con las distintas naciones.
De ahí que Raúl Rocha encontrara en este certamen una próspera idea de negocios, pues sigue siendo un contexto donde se representa un ideal de belleza que, aunque ha tenido modificaciones con los años sigue limitando a la mujer a ciertos estándares, por otra parte, la popularidad de este certamen también es la oportunidad de mostrar valores como los de Fátima: empoderamiento, empatía, solidaridad y comunidad como se vio ante el abrazo colectivo de todas las concursantes.
Vivimos en una era con exceso de información, donde cuesta distinguir lo real en medio de tantos datos y avances tecnológicos, creemos fácilmente que una crema puede brindar juventud eterna o que el dinero fácil a manos del narcotráfico puede ser una salida ante problemáticas más complejas. El uso excesivo de dispositivos móviles ha moldeado nuestro cerebro, pero también la percepción de la realidad, al grado de considerar que la popularidad o los likes son equiparables al valor personal.
El riesgo es evidente: cuando las apariencias se vuelven brújula, dejamos de cuestionar y empezamos a imitar. Perdemos autonomía, entregamos criterio y validamos modelos dañinos, discriminatorios o incluso peligrosos. La búsqueda de una imagen ideal se convierte así en un mecanismo de control: de consumo, de conducta y de pensamiento. Y aunque parezca un fenómeno superficial, sus consecuencias son profundas en la autoestima, en las dinámicas sociales e incluso en la vulnerabilidad de muchos jóvenes.
Frente a este panorama, no se trata de renunciar al deseo de vernos bien, sino de preguntarnos para quién vivimos. Si lo hacemos para encajar en expectativas ajenas, estaremos condenados a una insatisfacción permanente. La salida es recuperar la autenticidad en una época que premia la ilusión: recordar que la dignidad no depende del filtro ni del estatus, sino de la capacidad de habitar nuestra identidad con honestidad. Solo así podremos dejar de vivir por las apariencias y comenzar, al fin, a vivir de verdad.