Por Miguel Ángel Cristiani
Veinte días que huelen a pulso y a vencimiento de plazos. Veinte días para que, según la normativa que rige la Universidad Veracruzana, el rector en funciones tome posesión formal del cargo que —pese a impugnaciones y a amparos en curso— hoy mantiene Martín Aguilar Sánchez. El próximo lunes retornan las actividades académicas después del período vacacional y, como suele ocurrir cuando la política se cuela en los pasillos académicos, ya se anuncian manifestaciones. En WhatsApp ya circula un grupo de Red por la Legalidad UV, para coordinar la respuesta ciudadana. No es espectáculo: es un termómetro de la fractura institucional.
No debo halagar la simple teatralidad. Se trata, en efecto, de algo más elemental: la salud de la autonomía universitaria, la vigencia del Estado de derecho y la confianza pública en los procesos que nombran a quienes dirigen instituciones que forman a generaciones. La Universidad Veracruzana no es una anécdota local: es un espacio público y un bien común. Cuando su gobierno interno queda atrapado entre impugnaciones judiciales y calendarios estatutarios, la factura la paga la comunidad: clases, investigación, servicios, la tranquilidad cotidiana de estudiantes y trabajadores.
Recordemos: hace ya varios sexenios, cuando el gobernador en turno era quien designaba al rector de la UV, a Juan Maldonado Pereda quien despachaba en palacio de gobierno en el centro de la capital, cuando intentó llegar a la torre de rectoría para tomar posesión, fue impedido por un grupo de “estudiantes” que ya se encontraban tomando el edificio.
Pero como diría Juan Gabriel…pero que necesidad de que vayan a realizar marchas y mítines de protesta cuando lo correcto es simplemente llamar a cuentas al rector y decirle: gracias por participar.
En contraste, los amparos no son gestos litúrgicos, son garantías constitucionales que obligan a las autoridades a pausar y justificar. Las impugnaciones, por su parte, deberían ser resueltas con prontitud y transparencia. La tensión entre el calendario estatutario y los procesos judiciales exige algo que, en México, se predica mucho y se practica poco: responsabilidad institucional. No es aceptable que la Universidad funcione en limbo ni que se use la incertidumbre como estrategia de permanencia.
Hay antecedentes que no conviene olvidar. Durante décadas, las universidades públicas mexicanas han sido campo de batalla entre corporaciones políticas, clientelismos y luchas internas que despistan del fin esencial: la educación. La autonomía, consagrada y defendida, se degrada cuando quienes la ejercen la convierten en parapeto para resistir jurídicamente cuestionamientos que debieran aclararse con prontitud. Nadie gana con la parálisis. Pero tampoco debe normalizarse que se imponga una toma de posesión mecánica cuando existen litigios que la ponen en duda.
¿Qué procede, entonces, con urgencia y sentido común? Primero, exigir transparencia total: que las autoridades universitarias difundan con precisión el estado de los expedientes, las resoluciones administrativas y los alcances de los amparos. La opacidad alimenta rumores y movilizaciones. Segundo, activar canales de diálogo inmediato —mediación imparcial, representación estudiantil y de académicos— para acordar guardas mínimas que garanticen el inicio de clases sin confrontación. Tercero, que las instancias judiciales y las autoridades educativas aceleren la resolución con apego a derecho; que nadie intente sustituir la justicia por la prisa política.
Y un aviso a quien corresponda: Las manifestaciones deben ser atendidas con medidas de seguridad proporcionadas, protección de derechos y, sobre todo, voluntad política para escuchar. La universidad se cura con pedagogía democrática, no con tanquetas ni descalificaciones.
Cerraría con una afirmación que no admite neutros: la Universidad Veracruzana merece autoridades elegidas y ratificadas con legitimidad, no supervivientes en predios ambiguos. La comunidad universitaria demanda certidumbre para trabajar y estudiar; la sociedad exige que los conflictos públicos se resuelvan conforme a la ley y con respeto a la autonomía.
Si las próximas dos semanas sirven para algo, que sea para restituir esa claridad institucional: diálogo, transparencia y justicia. Si no hay decisión responsable, la universidad seguirá siendo espejo de una democracia que aún titubea frente a sus reglas. Y la ciudadanía, hartada de palabras, terminará exigiendo cuentas con más fuerza. Eso sí: nadie ganó credibilidad convocando nervios; se gana resolviendo con honestidad.
La comunidad universitaria reclama que se ponga fin a este período de triste retroceso en la Máxima Casa de Estudios, que en lugar de avanzar, ha venido retrocediendo, perdiendo lugares y prestigio que alguna vez logró.