La otra cara de la política

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La marcha: el inicio del fin

by Carlos A. Luna Escudero

Expresión Ciudadana
Carlos A. Luna Escudero

La mañana del 15 de noviembre amaneció con un pulso distinto en la Ciudad de México y en varias ciudades del país. Lo que empezó como una convocatoria digital envuelta en referencias juveniles, memes, banderas de anime y consignas explosivas terminó convirtiéndose en una de las movilizaciones más comentadas, polémicas y simbólicas del año.

La llamada “Generación Z”, ese movimiento que asegura estar formado por jóvenes nacidos entre 1995 y 2012, tomó las calles del Ángel de la Independencia rumbo al Zócalo capitalino, mientras en Xalapa, Veracruz, y en decenas de ciudades más se replicaba la marcha con un énfasis claro: hartazgo social, miedo a la violencia y exigencia de contrapesos reales al poder.

La marcha se presentó como el despertar de una generación, pero los contingentes mostraron algo más complejo: una mezcla de jóvenes, sí, pero también una mayoría de adultos de más de 30 años, padres y abuelos, profesionistas, médicos, ingenieros, campesinos, colectivos de víctimas, viejos activistas y figuras políticas de oposición.

Aun así, la presencia juvenil fue dominante: banderas blancas y negras con la calavera sonriente inspirada en One Piece, playeras y carteles del “Movimiento del Sombrero” de Carlos Manzo, vestimentas blancas y consignas disruptivas en redes y en la calle.

Al avanzar sobre Reforma, las consignas revelaron la columna vertebral del descontento: “¡Fuera Morena!”, “Carlos no murió, el gobierno lo mató”, “¡Revocación de mandato!”. La figura de Manzo —el alcalde de Uruapan asesinado tras desafiar al crimen organizado y denunciar la colusión institucional— se convirtió en un emblema emocional. Su muerte simbolizó algo más profundo: un Estado incapaz de proteger, un gobierno que esquiva su responsabilidad y un país donde alzar la voz se paga con la vida. La indignación por ese crimen fue el motor silencioso detrás de muchos carteles y gritos de ese día.

En el resto del país, las movilizaciones fueron amplias y pacíficas: Guadalajara, Monterrey, Puebla, Cancún, Aguascalientes, San Luis Potosí, León, Culiacán, Sonora, Yucatán, Querétaro, Coahuila y muchas ciudades más vieron marchar a ciudadanos de todas las edades.

En Xalapa, la marcha del 15 de noviembre reunió a jóvenes, profesionistas, familias completas, chavorrucos e incluso adultos mayores que se sumaron al llamado nacional para exigir seguridad y justicia. Las consignas que dominaron la movilización fueron “¡Fuera Morena!”, “¡Narcogobierno!”, “¡Revocación de mandato!” y, de manera muy marcada, “¡Fuera Nahle!”, expresión clara del malestar contra el gobierno estatal y la falta de resultados frente a la inseguridad. Pero más allá de los gritos, fue el contenido de las pancartas lo que terminó retratando el verdadero estado de ánimo de los xalapeños.

Pero lo que ocurrió al llegar al Zócalo transformó por completo el sentido de la marcha. Frente al Palacio Nacional —blindado días antes— un grupo de encapuchados comenzó a golpear las vallas con martillos y esmeriles. Otros treparon mientras policías desde dentro lanzaban gas lacrimógeno y polvo de extintores. La tensión escaló en cuestión de segundos. Entre los acordes de Gimme the Power y los gritos de “¡Sí se puede!”, una de las vallas cedió. Esa imagen —el metal doblándose— se volvió la fotografía más viral y más utilizada de la jornada.

La fuerte presencia de granaderos y antimotines en los alrededores del Palacio tensó lo que hasta la tarde había sido una protesta completamente pacífica. La llegada de jóvenes encapuchados con máscaras antigases derribando vallas provocó los primeros empujones. Y cuando la mayoría del contingente ya se había dispersado, comenzó lo peor: los granaderos de la Secretaría de Seguridad Ciudadana avanzaron lanzando gas y repartiendo golpes sin distinguir entre manifestantes y transeúntes, alcanzando a niños, mujeres, adultos mayores y curiosos que permanecían en el Centro Histórico.

El uso de la fuerza dejó al descubierto un comportamiento que el gobierno intentó negar durante horas: una actuación desmedida, arbitraria y dirigida contra ciudadanos sin armas. Golpes, gas, escudos, carreras.

Una escena que contradijo por completo el discurso de un gobierno que presume haber erradicado los cuerpos represivos. Lo que ese día se vio en la plancha del Zócalo fue la reaparición de una fuerza policiaca con órdenes que ya no privilegiaban la contención, sino el castigo.

Videos y relatos lo confirman: un hombre mayor, sin agredir a nadie, derribado y golpeado; mujeres arrastradas entre gritos; jóvenes pateados y gaseados mientras intentaban huir; familias sorprendidas por la represión aunque nunca participaron en la marcha. Por horas, el Centro Histórico se convirtió en territorio de intimidación, mientras el gobierno minimizaba lo sucedido con un parte frío: “20 lesionados”. Como si el problema fuera un número y no el mensaje que el Estado envió a quienes se atreven a protestar.

Lo más revelador vino del propio cuerpo policiaco. Algunos elementos admitieron que las órdenes ese día fueron distintas a las de marchas previas: esta vez sí podían “responder y actuar”. No se trató de un exceso espontáneo, sino de una instrucción política. El Estado decidió usar su fuerza contra ciudadanos, mientras mantiene su política de no confrontar al crimen organizado. La violencia oficial contrastó con la promesa gubernamental de “nunca reprimir al pueblo”.

Mientras esto ocurría en el Zócalo, la presidenta se encontraba en Campeche, participando en un acto partidista y recibiendo elogios. Desde esa burbuja lanzó un mensaje de fortaleza que terminó sonando ajeno: “No hay divorcio entre pueblo y gobierno… somos invencibles”. Afuera, la imagen de jóvenes gaseados, adultos golpeados y policías arremetiendo contra civiles recorría el mundo.

Lo que tampoco previó el gobierno fue el impacto internacional. Medios extranjeros documentaron la protesta como un estallido ciudadano “contra la corrupción y la violencia desbordada”. Y calificaron lo ocurrido en el Zócalo como actos de represión. Para un gobierno acostumbrado a controlar la narrativa interna, la pérdida simultánea del relato nacional y extranjero fue un golpe serio.

La reacción oficial buscó refugio en un guion repetido: acusó bots, financiamiento opositor, campañas coordinadas, participación de empresarios críticos al régimen. Se mencionó a Salinas Pliego y su conflicto fiscal con el SAT. Puede haber ecos de verdad en ello, pero nada de eso explica por qué miles salieron a las calles: lo que se vio fue hartazgo real, acumulado por años, que ya no se disipa con programas sociales ni discursos triunfalistas.

El fondo del problema está en los datos: aunque el gobierno presume una baja en homicidios, las cifras revelan que uno de cada cinco asesinados en México es joven entre 15 y 24 años. Casi la mitad de las víctimas son personas entre 15 y 34 años. Es decir, la generación que marchó es la misma que entierra a sus amigos y familiares. No hace falta conspiración internacional para encender una protesta así: basta vivir en México.

El asesinato de Carlos Manzo fue la chispa. La reacción del gobierno fue más mediática que policial: se investigaron cuentas en redes, se exhibieron rostros en la mañanera, se trató de desacreditar la convocatoria llamándola “pago” o “fabricada”. No hubo el mismo empeño en investigar la red criminal y política detrás de su asesinato. La prioridad fue disminuir la legitimidad de la marcha, no esclarecer el crimen.

El discurso oficial cayó en un patrón conocido: insultar a quienes protestaron, minimizar la indignación por la muerte de Manzo, intentarlo vincular con “ultraderecha”, desprestigiarlo incluso después de haber sido asesinado. Nada detuvo a la gente de salir. Lo que quedó claro fue que el gobierno prefirió atacar a los inconformes antes que enfrentar las raíces de la violencia.

La respuesta de los participantes fue contundente. Edson Andrade, uno de los jóvenes que convocaron, respondió a su exhibición en la mañanera recordando que ningún presidente debería poner en señalamiento público a ciudadanos. Adrián LeBarón marchó no como joven, sino como padre que tuvo que recoger lo que quedó de su hija asesinada. Esas voces reflejan el verdadero rostro de la protesta: víctimas que el Estado ha ignorado.

La contradicción es evidente: el movimiento que hoy gobierna nació marchando, denunciando represión policial y exigiendo justicia. Ahora usa las mismas prácticas que antes condenaba. A los criminales se les promete “abrazos”. A los ciudadanos que protestan se les envían granaderos.

Lo significativo del 15 de noviembre no está en el número exacto de asistentes, ni en las banderas, ni en los símbolos juveniles. Lo importante es lo que quedó expuesto: un país dividido en su percepción del poder; un gobierno que interpreta la crítica como amenaza; una oposición que intenta capitalizar el enojo; y una sociedad que ha llegado a un punto de quiebre emocional.

Por eso, cuando se dice que esta marcha es “el inicio del fin”, no necesariamente se habla de un gobierno próximo a caer.

Se habla del final de una hegemonía discursiva, del quiebre de un relato que pretendía representarlo todo. Del fin de la comodidad para un régimen que creyó tener aseguradas las calles.

Esta marcha será recordada no solo por los sombreros, los símbolos juveniles o las vallas caídas. Será recordada porque mostró, sin filtros ni propaganda, la faceta autoritaria del poder. Porque evidenció que la calle ya no pertenece al gobierno. Y porque dejó claro que hay una generación —real o simbólica— dispuesta a no callar. La represión no apagó la protesta: la encendió. Y esa puede ser la señal más seria para quienes hoy ocupan el poder.

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