NO ES UNA CRISIS AMBIENTAL: ES UNA CRISIS HUMANA
Por Ing. Fernando Padilla Farfán
El calentamiento global no es una catástrofe natural. Es una consecuencia política y moral.
No lo provocó un huracán, sino la indiferencia; no lo alimenta el sol, sino la codicia. Cada ola de calor es un recordatorio de que el termómetro de la Tierra mide también la temperatura de nuestra responsabilidad.
Durante décadas, los líderes mundiales han tratado el clima como si fuera un asunto técnico, un problema de ingenieros y estadísticas, cuando en realidad es una crisis de conciencia. No faltan recursos ni tecnología: falta voluntad, ética, coherencia. Sobran discursos sobre “transición energética”, pero escasean gestos reales de transformación.
El planeta no se quema solo; lo incendiamos con decisiones diarias, con sistemas económicos que premian el consumo y castigan la reflexión, con modelos de desarrollo que confunden progreso con saqueo.
Detrás de cada bosque talado hay una firma de contrato; detrás de cada río muerto, una decisión política. No es la Tierra la que perdió el equilibrio: somos nosotros quienes olvidamos que somos naturaleza, no sus dueños.
La crisis climática es, en realidad, una crisis de liderazgo.
Necesitamos menos tecnócratas y más ciudadanos conscientes. Menos cumbres internacionales y más comunidades activas. Menos discursos de emergencia y más acciones de regeneración. El verdadero liderazgo climático no se ejerce desde los despachos, sino desde la calle, el hogar, la escuela, el barrio. Nace cuando una sociedad decide dejar de delegar el futuro y empieza a asumirlo como propio.
Porque el clima también es un tema de justicia social.
Los que menos contaminan son quienes más sufren las sequías, las inundaciones, las enfermedades. Las zonas marginadas pagan con vidas lo que otros pagan con ganancias. Hablar del clima es hablar de derechos humanos: del derecho a respirar, a cultivar, a existir. La Tierra no pide compasión, exige coherencia.
Cada ola de calor es un mensaje cifrado: nos recuerda que el planeta ya no soporta la tibieza de los tibios. O tomamos partido, o nos quedamos viendo cómo el mundo se recalienta hasta la indiferencia final. No hay neutralidad posible entre la vida y la devastación.
La historia juzgará a esta generación no por lo que supo, sino por lo que decidió ignorar.
Y cuando nuestros hijos miren atrás, ojalá puedan decir que, en medio del ruido, algunos eligieron escuchar. Que hubo quienes entendieron que cuidar el planeta no era un gesto romántico, sino un acto de justicia. Que el liderazgo, en tiempos de crisis, consistió en encender conciencia, no solo apagar incendios.
El planeta no se quema solo; lo incendiamos con decisiones diarias, con sistemas económicos que premian el consumo y castigan la reflexión, con modelos de desarrollo que confunden progreso con saqueo. Detrás de cada bosque talado hay una firma de contrato; detrás de cada río muerto, una decisión política. No es la Tierra la que perdió el equilibrio: somos nosotros quienes olvidamos que somos naturaleza, no sus dueños.
Pero el problema no es solo ambiental. Es existencial.
Hemos roto el vínculo más profundo: la conciencia de pertenecer. No estamos sobre la Tierra, estamos dentro de ella. Respiramos lo que ella exhala, y exhalamos lo que ella respira. Mientras más desconectados estamos de la Tierra, más desconectados estamos de nosotros mismos. Nuestra ansiedad colectiva, nuestro vacío, nuestra prisa desmedida, son síntomas del mismo mal que marchita los bosques y seca los ríos: la desconexión.
Ya no somos nosotros quienes medimos al planeta
Durante siglos, la humanidad se creyó juez y dueño de la Tierra.
Medimos su temperatura, sus recursos, sus niveles de contaminación. La tratamos como un objeto de estudio, una “cosa” al servicio del progreso. Pero ahora, esa mirada se ha invertido: la Tierra es quien nos mide.
Cada tormenta, cada sequía, cada incendio o deshielo es un termómetro moral. Nos evalúa sin palabras, registrando la temperatura de nuestra conciencia. Su “medición” no es científica, sino ética: mide nuestra indiferencia, nuestra incapacidad de aprender, nuestro abuso de poder.
El planeta se ha convertido en espejo: refleja lo que somos, no solo lo que hacemos.