Siempre que es época de contiendas electorales se pone a debate la convergencia entre prácticas políticas y principios morales. Y ello sucede, amén de que hoy por hoy, las alusiones o compromiso de profundizar el combate a la corrupción y la impunidad están en todos los discursos, porque la sociedad en general está decepcionada y cansada de tantas noticias que involucran escándalos de las figuras públicas.
Y hablar de estos temas nos lleva invariablemente a referirnos a la vinculación entre ética y política y al deseo de la colectividad de construir una sociedad más justa, en el mismo sentido en el que, desde la antigüedad, Platón y Aristóteles destacaron el importante papel que debe jugar la justicia para la vida en sociedad.
La ética desemboca en la política y se subordina a ella, en la medida en que la voluntad individual ha de subordinarse a las voluntades de toda una comunidad. El problema no es que la política deba o no seguir o abandonar la moral común, o bien que valgan excepciones para ella, o que tenga una moral específica. La respuesta era, desde los tiempos de los grandes filósofos de la antigüedad, y sigue siendo, que la política es moral, que la política es ética en sí misma. No es una actividad que teniendo determinadas exigencias prácticas deba además ser ética, sino que ella misma es una parte de la ética.
Ética y política no son simplemente teorías sobre las que infinidad de pensadores y analistas debaten, ni conceptos a los que dedican su estudio. Son, más allá de conceptos, hechos que no requieren demostración. Que están a la vista de todos y no pueden ser ocultados con discursos o estrategias mediáticas. Así como los ciudadanos tomamos cada día opciones éticas o políticas porque no vivimos en soledad sino en comunidad, los personajes públicos en las decisiones que toman y en su estilo personal de conducirse en política optan entre servir al interés general o servir a su peculio y a las camarillas que los rodean; con la diferencia de la trascendencia y el impacto social que tiene la opción que tome un ciudadano a la que elija el político o gobernante.
Esa es la génesis de la crisis de la política en nuestras sociedades y explica la creciente desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos, lo que sugiere la urgencia de redefinir las relaciones entre ética y política. Desde el marco de las libertades democráticas, la reflexión debe involucrar tanto los niveles más profundos de nuestra vida política, como sus instancias de práctica más cotidianas
No obstante, parece que es poco lo que puede hacerse ante un fenómeno como la corrupción que todo corroe y con el que estamos acostumbrados a vivir. Se da por sentado que es parte de nuestra idiosincrasia y que existen diversos factores culturales que propician la presencia del abuso desde los cargos públicos, entre ellos, una amplia tolerancia social hacia el goce de privilegios privados, lo cual posibilita que predomine una moralidad del lucro privado sobre la moralidad cívica, y la existencia de una cultura de la ilegalidad generalizada o reducida a grupos sociales, organizaciones e individuos que se saben impunes ante la ley.
Lo que es un hecho notorio es que la corrupción en nuestro país ha favorecido el crecimiento de la inestabilidad política y el persistente desgaste de las relaciones sociales e institucionales que amplían cada día más el abismo que separa a gobernantes y gobernados, a sociedad política y sociedad civil, o más llanamente a los políticos y los ciudadanos.
El abuso de poder y la corrupción son el resultado de inercias y costumbres poco saludables en la vida cotidiana del país y especialmente en el funcionamiento de las instituciones. Este fenómeno es también producto, en gran medida, de un marco normativo muy extenso y complejo, con espacios de discrecionalidad y subjetividad importantes, que incentivan y facilitan la comisión de conductas ilícitas.
Los ejemplos de enriquecimiento desmedido a costa de puestos o cargos públicos en México son infinitos y alcanzan a gobiernos y personajes de todas las formaciones políticas.
Es evidente entonces que la solución al problema no resulta tan sencilla y tampoco se limita a un esfuerzo nacional o a la voluntad política de sus líderes. Hace falta que los personajes que se ubican en la arena política realicen un gran esfuerzo para recuperar la credibilidad, promover y establecer una cultura de transparencia, de rendición de cuentas, de acceso a la información pública, así como de la vigilancia del uso de los recursos públicos por parte de la sociedad. Hoy en día, se acepta de manera generalizada la noción de que el gobierno moderno necesita rendir cuentas. Sin la rendición de cuentas, ningún sistema puede funcionar de tal manera que promueva el interés público en vez de los intereses privados.
La tarea consiste, entonces, en alejarse de un sistema que funciona esencialmente desde arriba hacia abajo: un sistema en el que el gobernante impone su visión de cómo debe combatirse la corrupción y los subordinados la acatan, en mayor o menor medida; para cambiar hacia uno de rendición de cuentas horizontal, en el cual el poder se dispersa, nadie tiene un monopolio y cada quien es individualmente responsable.
Esa sería una buena manera de combatir con mayor eficacia a este monstruo de mil cabezas y de paso revindicar a la actividad política como una profesión seria y honorable, pero sin duda ello solo será posible con el impulso de la sociedad organizada desde abajo, porque los políticos por sí solos, en su mayoría, son refractarios a la autocontención en el ejercicio del poder.
Llenar de contenido ético a la actividad política es la exigencia ciudadana, porque la mejor divisa, la que nunca se devalúa, es la de la honestidad.