En los días que corren en el medio político nacional y en el fragor de la batalla que protagonizan partidos y aspirantes a los diversos cargos de representación en disputa, el asunto de las deslealtades, del cambio de camiseta, los bandazos y traiciones son parte del comportamiento de muchos políticos que se manifiestan sin pudor alguno en la coyuntura electoral.
Es tema de conversación y oportunidad para abrirle paso al rumor, para sembrar velos de sospecha. Sirve lo mismo como llamada de alerta a los correligionarios que como pretexto para ajustar cuentas e intentar cerrar el paso a personajes o grupos que no son de las simpatías de quienes elaboran las listas negras y preparan las purgas.
EL tema de la traición en política tiene visiones e interpretaciones interesantes. Ya alguna vez referí un texto publicado hace ya bastante tiempo, allá por 1990, en el que dos autores franceses, Denis Jeambar e Yves Roucaute, defendieron la lógica de la traición en un pequeño volumen que lleva por título Elogio de la traición (Sobre el arte de gobernar por medio de la negación), texto polémico cuya tesis central se resume en que sólo la traición permite gobernar.
Para los politólogos franceses Jeambar y Roucaute existe una justificación válida del accionar de los tránsfugas, pues consideran que la traición es un acto fundacional de la política, que, complementada con la flexibilidad, adaptabilidad y el antidogmatismo forman parte de los cambios de quienes hacen política.
Llegan incluso a afirmar que “no se gobierna una ciudad con leyes de bronce y principios eternos salvo que se prefiera la tiranía al proceso democrático. Gobernar es ante todo traicionar”.
La tesis de los franceses, que debe verse más bajo la óptica del pragmatismo político que de la traición desde el punto de vista de la ética y la moral, nos remite a un enfoque en el que los tránsfugas estarían guiados e identificados por un pragmatismo que, aunado a una férrea defensa de sus derechos individuales, valores fundamentales de una sociedad de libre competencia y mercado político, los lleva a abjurar de sus creencias y simpatías previas hacia una ideología o un partido político.
Existen incluso argumentos de que cambiar de bando puede perfectamente ser señal no sólo de buen gusto, sino de estricta dignidad para con determinados presupuestos de justicia que pueden entenderse lesionados en el desarrollo del tiempo. Por lo que si no se parte de la maldad del tránsfuga puede entenderse que éste, ante lo que entiende es una traición a lo que significaba el partido o el programa en el que creía, obra en conciencia. Desde este punto de vista, el cambio de agrupación política podría interpretarse como un acto racional.
En contraparte, resulta evidente que el fenómeno del transfuguismo resulta perjudicial al desarrollo y consolidación del sistema democrático y por ende al sistema político en su conjunto ya que conlleva un falseamiento de la representación y constituye una especie de “estafa política” al ciudadano que ve modificada la expresión de su voluntad política con su intervención, al tiempo que se pone de manifiesto su situación de indefensión ante tales comportamientos.
Pero más allá del debilitamiento del sistema de partidos que supone, su resultado más importante es que mina la credibilidad de la élite política ante la ciudadanía, lo que socava la legitimidad de los sistemas de representación y aleja al ciudadano de la participación electoral.
La sociedad se pregunta cotidianamente y no solo en tiempos de elecciones si la política puede cambiar significativamente su realidad. Quiere saber si lo que ofertan los políticos realmente podrá cumplirse. Se cuestiona sobre las bondades que la mercadotecnia pregona sobre gobernantes, partidos y candidatos.
No obstante, al ver que la traición, el cambio de rumbo y el llamado “pragmatismo” aparecen hoy como forma plenamente aceptada de hacer política y que a pesar de los discursos estos antivalores están en el corazón de cierta forma de entender la democracia, los ciudadanos justificadamente tienden a desconfiar de políticos de esta clase.
Aún con elaboraciones teóricas que pretendan justificar o entender las motivaciones de las deslealtades y el transfuguismo, y más allá de cualquier discurso o alegato que pretenda justificar una conducta de esa naturaleza, la falta de principios que implica la traición en política es más que clara.
Se adultera el sentido de la acción política como instrumento para servir a la colectividad y queda únicamente el rostro de la ambición, el revanchismo y la frustración de quienes cambian sin más de camiseta o actúan como caballos de Troya en las filas de su organización.
La vocación acomodaticia y el afán de “sumarse a los vencedores” que caracteriza elección tras elección a nuestra clase política, nos recuerdan que en esta materia pocos, muy pocos, pueden arrojar la primera piedra.