La fotografía llegó a México a mediados del siglo XlX. Al principio, los fotógrafos se interesaban por retratar la naturaleza, los volcanes, las vistas urbanas y campiranas. Realmente el negocio lo sostenían las damas y los caballeros que deseaban mostrar el lujo de sus ropajes o la serenidad de su alma mientras leían un libro. Por décadas, la cámara había significado el instrumento mágico a través del cual se vencía al tiempo y al olvido.
Con el inicio de la revolución, el fotógrafo se convirtió en el cronista mudo que relataba la epopeya armada. Ismael Casasola y su familia, al publicar “La Historia Gráfica de la Revolución Mexicana”, dejaron en herencia un testimonio gráfico invaluable a las generaciones que no vivieron la lucha. Es curioso observar cómo, de ese vasto archivo fotográfico, son un número limitado de imágenes las que se han consagrado: la soldadera que mira desde el tren; los zapatistas desayunando en Sanborns; Zapata y Villa en las sillas del poder…, es decir, todas aquellas que hablan más del asombro que de la violencia del movimiento.
En la cuarta década del siglo XX, la fotografía reclamó sus derechos para retratar la naturaleza, las mujeres bellas, las pulquerías. Posteriormente, Manuel Álvarez Bravo se encargó de convertir la técnica en un arte preocupado tanto por el contenido como por la forma.
Álvarez Bravo es considerado el fotógrafo más importante y de mayor trascendencia en el medio, incluso internacional. André Breton, el padre del surrealismo, declaró: “Todo lo poético ha sido puesto por él a nuestro alcance”. Álvarez Bravo transita entre lo abstracto y lo real, entre lo artístico y lo documental, aunque según él, lo que le interesa no es producir arte sino “fotografías honradas”. La calidad de su fotografía lo eleva a la categoría de artista. Por ello, Diego Rivera llamó a su obra “foto poesía”.
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