Cada Día Internacional de la Mujer abundan los análisis y reflexiones sobre los avances logrados en México y el mundo para garantizar el acceso a una vida libre de violencia hacia las mujeres y continuar el impulso de las acciones legales e institucionales que hagan falta para lograr la igualdad de oportunidades para ellas en todos los ámbitos. De igual manera son ya costumbre las marchas y expresiones públicas de colectivos, organizaciones y de mujeres de todos los estratos sociales y grupos de edad que reivindican sus luchas y que exhiben su sororidad, así como su compromiso indeclinable con la causa; Marchas y movilizaciones, algunas de ellas no exentas de violencia de activistas que llevan al extremo sus demandas, que son parte del paisaje en esta efeméride.
De lo que se trata en todo caso en este día de conmemoración es de reforzar un conjunto de ideas y propósitos que deben marcar el día a día de las relaciones sociales, de nuestra cotidianeidad, lo mismo en la casa que en los espacios públicos: abrazar la causa de las mujeres y sus reivindicaciones individuales y colectivas para hacer de la equidad e igualdad de género una realidad en nuestras sociedades.
Debe reconocerse que la lucha que han dado las mujeres en el ámbito público y privado para hacer oír su voz y conquistar espacios, y que les ha costado sangre, sudor y lágrimas, ha sido importantísima y ha permitido una cosecha de avances y cambios legales y políticos impensables hasta hace unas décadas. El feminismo como corriente transformadora ha tenido sin duda grandes éxitos.
No obstante, el camino para seguir avanzando es arduo y precisa de grandes cambios en la visión masculina del significado y objetivos de esta lucha y de superar prejuicios y ataduras mentales de los hombres.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo hacerlo?
Se ha dicho que las resistencias que obstaculizan la construcción social de la equidad de género como principio organizador de la democracia obedecen a varios factores, entre ellos, la inercia de sistemas de valores y de conocimiento construidos por y para los hombres, el rechazo del personal masculino a la competencia femenina en sus espacios públicos y privados, y, en gran medida, la resistencia de los hombres a aceptar que la irrupción de la mujer en la vida pública cuestiona en buena medida los contenidos atribuidos a la masculinidad y las prácticas sociales que se le asocian: el poder del jefe de familia, la fortaleza, inteligencia, audacia y sagacidad del hombre, el espíritu de competencia, entre muchos etcéteras que sería prolijo referir.
Al ser una cuestión fundamentalmente cultural, la búsqueda de la equidad de género choca con las visiones y prejuicios de los sectores dominantes, de los grupos de poder y con nuestras propias ataduras mentales. Véase si no, por citar algunos ejemplos, cómo los medios de comunicación y la Iglesia en sus mensajes y discursos reproducen invariablemente los estereotipos de desigualdad contra la mujer. Sea la utilización de ellas como objetos sexuales y decorativos o los llamados a rechazar su libre determinación reproductiva. Las mujeres, según estos cánones, además de incorporarse al mercado laboral, deben hacerse cargo del hogar y del cuidado de los hijos, vestidas a la moda y embellecidas para sus parejas, para cumplir con lo que pareciera su «obligación biológica».
Mientras, los datos duros y la estadística nos muestran la cotidianeidad de la violencia contra las mujeres, ya sea física, sicológica o emocional, o la abundancia de casos de violencia política en razón de género, datos que arrojan cifras alarmantes y que encuentran su corolario en el alarmante número de feminicidios que se contabilizan.
Vivimos, pues, en una sociedad en la que sin mayor preocupación los hombres se creen con la potestad de acceder sexualmente a las mujeres, en el ámbito privado o en el espacio público, puesto que es una expectativa social normativa el reafirmar de esa forma nuestra masculinidad, con los consabidos resultados de abuso, violencia y dominación que conlleva esa arraigada visión del rol que debemos jugar.
El reto que enfrentamos para lograr la equidad de género en nuestra sociedad es por tanto enorme. Se requieren grandes transformaciones culturales que no limiten nunca más el papel de la mujer en las esferas social, económica, política y familiar.
Hoy, es claro que ninguna sociedad puede considerarse genuinamente plena, si no respeta el compromiso de la inclusión plena de la mujer en todos los aspectos de la vida nacional.
La lucha política de las mujeres es una lucha cotidiana, que exige de las instituciones públicas, los partidos políticos y de todas las organizaciones y sectores, un gran compromiso para contribuir a hacer realidad los cambios legales de los años recientes que posibiliten construir una nueva dinámica de relaciones sociales y culturales.
No basta sólo con la creación de instituciones u organismos públicos para las mujeres, con crear unidades de género en las dependencias públicas, con mandar mensajes de felicitación en las redes sociales o poner moñitos naranjas cada día 25 de mes para tomarse fotos alusivas al Día de la No Violencia contra las Mujeres, ni con presumir equidad en un gobierno y ser “políticamente correctos” al celebrar que haya un elevado número de funcionarias en los gobiernos, cuando las más de las veces estas mujeres empoderadas terminan por reproducir la desigualdad con sus congéneres o sujetarse a agendas político-partidistas que muchas veces poco o nada tienen que ver con la causa de las mujeres.
Como no ayudan tampoco los radicalismos ni las discusiones bizantinas sobre el “lenguaje inclusivo y no sexista” que riñe con la gramática y la sintaxis, ni los discursos falaces y agresivos sobre la causa feminista, por más radicales que sean, como se va a transitar más rápido en este sinuoso camino.
Comprometerse en la lucha por la equidad de género es tarea de hombres y mujeres. Sin visiones sectarias, erradicando intolerancias y dejando a un lado los prejuicios.
Hacerlo así, con la suma de voluntades para cambiar los roles que nos atan será posible superar los estereotipos, suprimir cualquier acto discriminatorio, prevenir y castigar la violencia feminicida, cerrar el paso al acoso sexual y el abuso de poder, redistribuir equitativamente las actividades entre los sexos en los ámbitos público y privado, y valorar con justicia los distintos trabajos que realizan hombres y mujeres.
Se trata, lo sabemos, en pugnar juntos para modificar las estructuras sociales, los mecanismos, reglas, prácticas y valores que reproducen la desigualdad. Lo que se requiere es, sin más, fortalecer el poder de gestión y decisión de las mujeres, porque debemos tener claro que la igualdad de género es un factor esencial para la modernidad de nuestra sociedad y para consolidar su desarrollo democrático.
Es una causa que, más allá de discursos, debemos abrazar todas y todos.