Para un veracruzano que desea que Veracruz transite por el mejor camino: el del trabajo productivo (de preferencia bien remunerado); el de la unidad dentro de la diversidad; el de la civilidad política que tenga como base el encuentro con el otro (por muy diferente u opuesto que sea), el diálogo, la negociación, el entendimiento y el acuerdo; el del respeto a los derechos humanos y la tolerancia a las más diversas expresiones del ser humano; el del apego al Estado de derecho; el que procure el bienestar social y garantice la igualdad de oportunidades; para un veracruzano como es mi caso resulta ya preocupante la postura adoptada últimamente por el gobernador Cuitláhuac García Jiménez, máxima autoridad del estado, sus declaraciones públicas, que lo comprometen, que lo exponen a la crítica mediática severa y al comentario hiriente en las redes sociales, que lo exhiben como desconocedor de muchos temas que aborda, que lo lastiman no solo como autoridad sino incluso en su persona.
Es preocupante porque como gobernador da de qué hablar de Veracruz, sobre Veracruz, acerca de Veracruz, no solo en el estado sino, desde hace ya un buen rato, en la capital del país, centro de los poderes, y en todo el territorio nacional y hasta en el extranjero. Lamentablemente da más de qué hablar negativo que positivo.
Lo digo totalmente convencido: tengo la impresión que es un buen hombre, una buena persona, que, en el fondo, en él no hay maldad, pero que, como dijera un inolvidable político y periodista, o viceversa, Ángel Leodegario “Yayo” Gutiérrez Castellanos, Dios no lo hizo para esto, ni para político ni para gobernador, aunque las circunstancias, contra las que nada se puede hacer, lo llevaron al poder y le dieron poder, para el que no estaba preparado. A viejos políticos del PRI, a gobernadores en funciones y exgobernadores una vez pasados por el cargo (Fernando López Arias, Rafael Murillo Vidal, Rafael Hernández Ochoa, Agustín Acosta Lagunes, Fernando Gutiérrez Barrios, Dante Delgado Rannauro, Patricio Chirinos Calero, Miguel Alemán Velasco y Fidel Herrera Beltrán, a los que ya alcancé a conocer y al lado de quienes trabajé siempre en el área de prensa, con la excepción de los tres primeros y de Chirinos, aunque anduve con Hernández Ochoa en su campaña); a personas como ellos les escuché decir que no había escuela para ser gobernadores.
En su experiencia aprendieron que una cosa era ver los toros desde la barrera, criticar al torero desde la primera fila del tendido o desde las gradas; que una cosa era llamar al toro desde la barrera donde ellos estaban, torear, pues, desde la barrera a salvo de cualquier riesgo, y otra estar en el ruedo frente a un toro de lidia de 500 o 600 kilos (el más grande que se ha lidiado pesaba 950 kilos, era de la ganadería Arranz y lo mató el diestro mexicano David Liceaga en la Monumental de Barcelona el 24 de julio de 1932); que era en el terreno, a la hora de la verdad, donde realmente se empezaba a aprender ese arte del que decía aquel inolvidable cronista Pepe Alameda, que el toreo no es graciosa huida (cuando la bestia embiste al torero, lo revuelca y al diestro no le queda otra que salir huyendo para protegerse) sino apasionada entrega. Todos, pues, aprendieron a gobernar ya en el poder, porque ahí enfrentaron la realidad, a veces muy cruda. Ahí aprendieron a usar el capote para salir avante, sanos y salvo, a dar capotazos naturales, chicuelinas, verónicas, gaoneras, derechazos, pases de pecho, trincherazos… pero también recibieron revolcones, magulladuras, heridas que los llevaron a veces a la enfermería de la plaza o hasta al hospital, cómo no, pero aprendieron.
Hoy, el señor gobernador está ya en su cuarto año en el terreno, en medio de la Monumental Plaza Veracruz, pero casi todos los toros a los que se ha enfrentado, los que le han soltado, lo han embestido, lo han revolcado. Pareciera que no es lo suyo, que no se le da, pero tiene el compromiso de terminar de pie, sano y salvo, porque el dueño de la ganadería del Palacio Nacional lo ha venido presumiendo como un diestro a la altura de Manolete y hasta tiene todo listo para que lo saquen en hombros cuando termine. Entonces, algo hay que hacer. Tienen que ayudarlo, que entrar las cuadrillas de rescate en su auxilio.
Ayer, el gobernador García Jiménez volvió al tema del ultraje a la autoridad, sobre lo que ya no debe decir una sola palabra, porque además la pelota ya no está en su cancha, sino en la de Juan Javier Gómez Cazarín, del Congreso local. Pero no obstante que el toro le ha dado ya varias maromas en el aire, mediáticas y en las redes sociales, insiste. Puede terminar muy golpeado, lastimado, si no entra nadie de su cuadrilla a ayudarlo.
¿Dónde está –me pregunto, pregunto– la fiscal general del Estado Verónica Hernández Giadáns, corresponsable, culpable en gran medida, o en toda, del problema en el que está metido su jefe el gobernador, en el que pareciera que él se ha estancado o incluso caído en arenas movedizas? Ella es quien debe dar la cara, salir a dar la cara y responder a las preguntas que con sus respuestas comprometen al gobernador y sobre las que ella se supone que sí sabe qué responder con conocimiento. ¿Dónde está el secretario de Gobierno Eric Patrocinio Cisneros Burgos, a quien una buena parte de colaboradores de Cuitláhuac culpa, atribuyen la autoría intelectual del problema y de casi todos sus problemas? Lo han dejado solo y ninguno de los dos sale a meter la mano por él. Para más, solo Gómez Cazarín está tirando golpes para defenderlo, pero tienen poca consistencia.
Con algo más grave, a mi juicio. La fiscal actúa con deslealtad, porque se supone que ella sí sabe, pero no le explica ni le dice la verdad al gobernador. Volvió a declarar él ayer que si se deroga el delito de ultrajes a la autoridad saldrán libres 40 jefes de plaza y ahora le agregó 535 lugartenientes, malandros de alta peligrosidad objetivos prioritarios del grupo de coordinación que se reúne de manera diaria para analizar la incidencia delictiva en el estado, pues se supone que es una mesa de inteligencia. ¿No le ha explicado ella que si los detenidos(575) fueron puestos a disposición de una fiscalía local, el fiscal que conoció del caso respectivo debió dar vista, dentro del término de las 48 horas que prevé el artículo 16 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, al ministerio público federal, al percatarse que los detenidos también cometieron ilícitos del orden federal tales como delincuencia organizada, portación de armas de fuego de uso exclusivo del ejército, la armada y fuerza aérea, y por delitos contra la salud? ¿No le ha dicho que desde que fueron detenidos, sus ficales debieron haber dado vista a los federales, avisarles que también quedaban a su disposición para que de manera conjunta los dos fueros conocieran de los casos en sus respectivos ámbitos de competencia? El columnista indagó ayer y fuentes de la FGR dijeron que ellos no saben nada. ¿Ya lo puso al tanto de que al no haberlo hecho, ella y sus fiscales pudieron haber incurrido en delitos que prevé el Código Penal federal, como dar ventaja a una persona, lo que encuadra en el delito contra la administración de justicia cometido por servidores públicos, que prevé el artículo 225 del código referido? O sea, si los 575 presuntos delincuentes quedan en libertad no será por culpa de los líderes del Movimiento por la Justicia sino de la Fiscalía General del Estado, ¿o no?
Con otra más del góber. Se lanzó contra los abogados, barrió parejo. Los acusó de hacer “un gran negocio” por ofrecer sus servicios a los encarcelados, de no tener ética, cuando la defensa legal de todo detenido se encuentra dentro de las garantías constitucionales en el derecho procesal penal; está, pues, dentro de la naturaleza del trabajo de los abogados, que no están impedidos para defender a cualquier persona que requiera sus servicios invocando el principio de buena defensa.
Finalmente, el gobernador nos representa a todos, nos guste o no. Hay que ayudarlo, porque de por medio está Veracruz, que es, finalmente, el gran perdedor. Claro, si se deja.