El tiempo vuela cuando de gestiones gubernamentales se trata. El cúmulo de pendientes, los rezagos acumulados y las crecientes demandas de la población hacen que cualquier esfuerzo por intenso que se pretenda se quede corto. Eso lo han vivido todos los gobiernos y lo atestiguan día a día los ciudadanos con muchas de sus necesidades sin atender que se suman a las de ayer.
Y si a ello agregamos etapas extremadamente complejas como las que el mundo y desde luego nuestro país ha vivido desde el año pasado con el inicio de la pandemia por el Covid 19 que arrasó con la estabilidad de las principales economías del mundo y que para México significó un duro golpe, un retroceso en los indicadores en casi todos los órdenes, más desempleo, cierre de empresas, paralización de la actividad económica, incremento de la inseguridad y la violencia, el resultado es que los planes gubernamentales se queden cortos y deban replantearse metas y objetivos originalmente planteados.
Sin embargo, en el caso del presidente Andrés Manuel López Obrador su decisión de no desviarse del rumbo trazado de su llamada Cuarta Transformación, de mantener sus prioridades de combatir las desigualdades y poner el acento de su administración en apoyar y rescatar a los que menos tienen vía sus programas sociales, resultó benéfica para paliar en algo los nocivos efectos de la emergencia sanitaria. El no haberse apartado de lo que considera su misión redentora permitió amortiguar los graves efectos de la pandemia.
Eso es lo rescatable del sentido que ha dado a su gestión en los últimos dos años, con todo y las críticas que sus adversarios le enderezan un día sí y otro también –los voceros y representantes de grupos de interés que se sienten afectados por sus políticas, así como los partidos que naturalmente se le oponen y que debilitados y sin rumbo no dan pie con bola-, más allá de las justificadas críticas que se hacen a la propensión del presidente de polarizar a diario con su discurso maniqueista pero que él considera didáctico en refuerzo a su narrativa de dar un sentido humanista a las políticas públicas y que reduce a luchas entre liberales y conservadores, o progresistas y retardatarios.
En ese tenor ha transcurrido ya la mitad de su gobierno y puede afirmarse que la mayoría de los mexicanos apoya el rumbo que ha seguido, y que en tiempos de crisis ha logrado mantener el barco a flote; así lo reconocen las encuestas de opinión y percepciones que otorgan al primer mandatario una muy alta calificación, superior al 60 por ciento, lo que quedó refrendado con los resultados de las elecciones intermedias de este año, donde Morena, su partido, arrasó en las urnas, logró la mayoría de los escaños en el Congreso de la Unión, tiene ya la mayoría de las gubernaturas del país, y, sin contendientes que le disputen las simpatías del electorado, se perfila a repetirle en el 2024 la dosis a la deslavada y pulverizada oposición en México.
Lo interesante de la sucesión de López Obrador estará en todo caso en ver la definición de quien abanderará al partido del presidente, si habrá o no rupturas o escisiones entre las corrientes internas de Morena. En la cancha del partido en el poder estará lo realmente atractivo, en tanto que del otro lado el panorama se observa aburrido: no hay atisbos de que pueda lograrse una coalición o alianza opositora que presente una candidatura medianamente competitiva o de que se construya una candidatura ciudadana que pueda con el aparato morenista.
De seguir las cosas el rumbo que llevan, y de confirmarse la continuidad de Morena en el poder presidencial, la interrogante que se plantea es si quien lo suceda podrá o querrá continuar el proceso de transformaciones que el mandatario ha impulsado. A bote pronto la respuesta parece obvia habida cuenta que ya sea Marcelo Ebrard, Claudia Sheinbaum, Ricardo Monreal o quien sea el abanderado le deberá la candidatura y el eventual triunfo al trabajo de López Obrador.
No obstante, lo que es un hecho es que el próximo presidente o presidenta habrá de imprimir su sello personal y habrá de conducir su gestión conforme a las circunstancias del momento, a los saldos y la realidad post Covid, a las necesidades de nuestra alianza política y comercial con las naciones de América del Norte, a la dinámica económica internacional y a los factores internos que deban atenderse prioritariamente, en temas vitales como el combate al crimen organizado y el reforzamiento de la seguridad ciudadana.
Pero la duda está en si sobrevivirá a López Obrador el espíritu de la 4T, en el sentido de seguir poniendo el acento en la justicia social, en el humanismo, más allá de visiones de libre mercado y competencia, inspiradas por las recetas y dogmas neoliberales, que no pueden obviarse, desde luego, en un mundo interdependiente como el nuestro, pero que no pueden constituir en absoluto las prioridades del modelo de desarrollo de los próximos años ni regresar a los tiempos del salinismo, donde el binomio negocios y poder marcó el accionar del gobierno en detrimento de las necesidades de la gente, profundizó la desigualdad e incrementó la pobreza.
¿Hasta dónde, pues, se habrá enraizado en las élites morenistas el pensamiento y la vocación reivindicadora de las causas populares que impulsa y en la que cree firmemente, casi religiosamente, Andrés Manuel López Obrador? ¿Sobrevivirá el concepto de la Cuarta Transformación tras su presidencia?
Ya iremos viendo hacia dónde se perfilan las cosas y habremos de observar con detalle en posteriores análisis la manera en que se dirime la sucesión en el 2024 y el ideario que inspirará el morenismo ya sin el presidente López Obrador. Y, desde luego, los pasos de la oposición si es que logran salir del letargo.