Aún repercute el eco de la columna que publiqué el martes (“Retenes en Xalapa, de la extorsión al asalto”) y en mi vida profesional (en mayo próximo cumpliré 52 años haciendo periodismo) nunca había visto una reacción y una respuesta masiva de lectores y de ciudadanos en general como la que se dio, que se volcaran en las redes sociales, en grupos de chats, en mensajes a mis correos y a mi chat dando fe de que todo lo narrado era cierto, porque ellos fueron las víctimas o algún familiar de ellos.
Toqué el tema consciente de que abordar algunos temas ponen en riesgo mi seguridad, pero eran ya tantos los testimonios que tenía que, de pronto, me di cuenta que no podía evadirlo porque estaba ante un grave problema de inseguridad para la sociedad veracruzana por parte de la policía estatal, no de la delincuencia organizada o desorganizada, y que era imposible que los más altos niveles de gobierno no supieran lo que estaba y está sucediendo; que estaba ante una verdadera delincuencia organizada, pero con uniforme y placa oficial de policía.
Desde que tengo uso de razón en este oficio y también profesión, siempre he sabido que el periodismo implica riesgos y que quien no quiera y no esté dispuesto a correrlos (como Lourdes Mendoza, quien con muchos calzones se le plantó enfrente a Emilio Lozoya, un delincuentazo de cuello blanco protegido por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y le tomó la foto incluso sabiendo que corría riesgos, con la cual exhibió también a la 4T y el grado de impunidad que prevalece en un gobierno que cacarea la aplicación estricta de la ley, sin distinciones); y que quien no quiera y no esté dispuesto a correrlos, decía, no tiene nada que hacer en un ejercicio que tiene una muy alta responsabilidad como es servir a la sociedad, a los lectores, a sus intereses, sobre todo a los que no tienen voz mediática o manera de tenerla.
Debo de confesar que hubo momentos en mi vida profesional en que me autocuestioné si valía la pena seguir publicando con una línea crítica y de denuncia y corriendo riesgos, porque las cosas no cambiaban y no cambian, lamentablemente, incluso con un gobierno como el actual que pregonó en su campaña y en sus inicios que traía para los veracruzanos el paraíso de la tranquilidad, de la seguridad, de la justicia, de la democracia del respeto a los derechos humanos y ha resultado más de lo mismo, si no es que peor. Sexenio tras sexenio (y también un bienio) he sufrido las consecuencias, en forma directa o en las personas de mis familiares, pero fue Javier Duarte quien más se ensañó conmigo (no me alegro que esté preso, pero celebro que en su caso se haya aplicado la justicia, que se está quedando corta con él).
Me autocuestioné si debía seguir o no, hasta que reflexioné y me convencí de que debía continuar porque yo cumplía con mi deber de periodista, que hacía mi parte, que no me lo reprocharía nunca, y que si no pasaba nada eso ya tocaba a otros.
Todo esto lo digo porque me es imposible atender tantas peticiones para que publique todos los atropellos que ha sufrido la población no solo en Xalapa sino en prácticamente todas las medianas y grandes ciudades del estado, peticiones sustentadas con evidencias escritas y con imágenes, e incluso con nombres y apellidos, pero lo que está ocurriendo es la mejor demostración de que los veracruzanos, sin distinción de clase social, están totalmente abandonados por sus autoridades, por sus llamados “representantes populares”, los diputados (federales y locales) y senadores, incluso por la llamada oposición, con una que otra excepción, que se hacen de la vista gorda para no ver el abuso, la arbitrariedad, el atropello y la violación a los derechos humanos que está sufriendo la población.
No es que me considere muy valiente y muy popular. Lo que creo es que los sufridos veracruzanos no tienen a dónde acudir a quejarse, a lamentarse, a quién buscar para que los escuche y les haga justicia, porque temen que si van ante la propia Secretaría de Seguridad Pública o ante la Fiscalía General del Estado les puede ir peor, esto mismo dicho por propio personal de esas dependencias (incluidos viejos y honestos policías, que también me escribieron y me ofrecieron las pruebas que quisiera).
Publiqué la denuncia, avalada por miles de víctimas, y el secretario de Seguridad Pública no ha dicho ni una sola palabra al respecto y, bastante triste y decepcionante, he leído que lo han entrevistado pero los reporteros no le han preguntado sobre el tema, no sé si por iniciativa propia o porque se los ordenaron. Pero tampoco la Fiscal General del Estado salió a ofrecer, en defensa de los veracruzanos, que investigará y actuará (sin duda se tapan con la misma cobija de la complicidad) porque se trata de atropellos y violaciones graves a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que en su artículo 16 prevé, entre otras cosas, que nadie puede ser molestado en sus bienes o posesiones sino por una orden decretada por un juez.
El gobierno de López Obrador quiere obligar a que todos los jóvenes de 18 años, aunque no tengan ingresos económicos, saquen su Registro Federal de Causantes. Obvio, los quieren tener cautivos para, a la primera oportunidad que se presente, sangrarlos con el pago de impuestos. Indigna que, en cambio, el arrastre de grúas, no solicitado, realizado por la fuerza con la propia protección de la policía, se cobre en forma estratosférica (de Orizaba una joven me dijo que le sacaron por ese “servicio” 11 mil pesos) y que no solo no se emita un recibo foliado y bien documentado sino que no se paguen impuestos como se obliga a todos los ciudadanos comunes y corrientes, además de que en los corralones desvalijan los vehículos.
Alguien que sabe mucho y bien del proceder en la Fiscalía, me dijo: “Pero lo más grave es que si ponen a disposición de un fiscal a algún ciudadano porque se inconforme, ya sabes, ultraje a la autoridad y cárcel, además de salirle más caro porque hay que darle dinero también al fiscal, y ha habido hasta desapariciones de personas porque la policía pierde la razón muy fácil y si ven que sus torturas son muy visibles, mejor desaparecen a la persona”.
Parafraseando la famosa cita literaria de Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral, cabe preguntar en qué momento se jodieron Veracruz y el país, porque, no es consuelo de tontos orgullo de necios, las cosas están igual donde quiera. El sábado circuló de manera profusa la noticia de que el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Javier Laynez Potisek, había sido detenido en Torreón (alcalde del PAN), Coahuila (gobernador del PRI), por, presuntamente, manejar en estado de ebriedad. Incluso la Fiscalía de ese estado filtró el oficio en el que se daba cuenta de su detención por el “delito” de “conducir en estado de ebriedad”. El togado lo negó en forma rotunda. Ya en libertad denunció que su familia tuvo que pagar 6 mil 500 pesos en efectivo para que lo dejaran libre, sin que les dieran recibo alguno. Dijo que no fue detenido en ningún retén y que, pese a que lo solicitó, nunca fue presentado ante un médico, un fiscal o un juez para que pudiera probar que era falsa la acusación.
Se pregunta uno: si eso le pasa a un ministro de la propia SCJN, qué no puede esperar un ciudadano como usted o como yo. ¿Callarnos, cruzarnos de brazos, dejar que continúen abusando; recuperar nuestro estado, el país? Yo seguiré en lo mío, con todos los riesgos que implique.