La simpatía que logró el Toro Fernando Valenzuela en la década de los 80´s representó todo un fenómeno social con resultados claros, contundentes y demostrables, pues previo a la temporada de 1981 el Dodger Stadium sólo en dos ocasiones había sobrepasado los más de 3 millones de asistentes durante la temporada y con la contratación de Valenzuela se convirtió en algo habitual para el equipo principalmente por la proporción de latinos que acudían al parque de pelota, que pasó del 8% a casi el 30% y el crecimiento de 3 a 17 radiodifusoras que transmitían el béisbol en español.
El enorme interés popular sobre Valenzuela fue llamado la “Fernandomanía”; los hombres más influyentes hacían fila para recibir un autógrafo; debido a esa enorme simpatía fue invitado a un almuerzo en la Casa Blanca en el que estuvieron los Presidentes Ronald Reagan y José López Portillo.
Sólo verlo aparecer en el montículo despertaba una reacción entusiasta en todo el estadio; si se hubiera medido su popularidad, seguramente habría alcanzado cifras por arriba del 80%, pero eso no era suficiente, pues el béisbol no es un concurso de simpatías; como tampoco era suficiente con presentar su currículum deportivo el cual demostraba una capacidad sobresaliente; porque en cada juego era necesario hacer los lanzamientos precisos y jugar con su equipo para alcanzar la victoria.
En cada lanzamiento había una evaluación inmediata emitida por un personaje central que es el ampáyer (Umpire) principal, el cual, independiente a cualquier simpatía, tenía que aplicar su criterio frío y objetivo, el que en la mayoría de las veces era respaldado por el público asistente al estadio y por millones de tele espectadores que desde sus casas observaban el partido.
Las bolas malas eran cantadas por el ampáyer sin que el público se le echara encima con insultos y descalificaciones. Todo el trabajo era responsabilidad directa del lanzador y sus millones de fanáticos así lo entendían.
Los batazos de hit, los jonrones que le pegaron a Valenzuela dolían en el ánimo de todo un país y el de los millones de aficionados extranjeros.
Las veces que lo sacaron del juego por estar lanzando muy descontrolado, todos los aficionados lo respetaron y aceptaron con respeto y reconocimiento. Nadie intentó justificar los errores, los malos lanzamientos, las malas jugadas, las múltiples derrotas; todos lo tuvieron como un ídolo deportivo y principalmente como un gran ser humano, pero no infalible, mucho menos un semidiós.
Ganó El Novato del Año, el Premio Cy Young y la Serie Mundial del 81, dio un juegazo frente a los Yanquis, ponchó a grandes bateadores respetadísimos de todos los lanzadores de su tiempo y admirados por siempre.
Su retiro lo hizo ganando el principal juego de la honestidad y dejando grabado su nombre en la memoria de quienes tuvimos la fortuna de verlo jugar.
Ganó el béisbol, ganó la afición beisbolera, ganó el Club que lo cobijó, ganamos todos porque respetamos las reglas de un juego que tiene sus altibajos pero que es un juego exacto y no es esclavo de las malas pasiones deportivas que todo lo tuercen y contaminan.
Y si hubiera tenido que rendir un informe, seguramente éste habría coincidido plenamente con las frías estadísticas; sin maquillar con otros datos los malos resultados que ocasionaron dolorosas derrotas y sin exagerar los buenos partidos y las victorias.
Porque, si en lugar de exigirle buen desempeño y buenos resultados, Los Dodgers hubieran “respetado” su fama, popularidad y simpatía sin importar que hiciera un mal trabajo, que tomara malas decisiones, que perdiera la mayor parte de los juegos y que diera excusas para justificarse, señalando culpables por todos lados, principalmente hacia el pasado, entonces el beisbol habría dejado de existir, nadie recordaría el número 34 y Los Dodgers habría desaparecido. Porka Miseria.