Virus letales que arrasan con la humanidad, experimentos que desatan escenarios apocalípticos, lucha de poderes por encontrar una cura, ataques constantes en momentos donde se esperaría solidaridad y una minoría que encuentra la manera de convivir con un poco de empatía con tal de sobrevivir. Todo lo anterior era parte de películas o narrativas de ciencia ficción, de escenarios que vivían en el ideario de sus creadores para entretener al público.
Sin embargo, estas historias son la prueba de que todo lo que alguna vez aparece en la mente humana puede volverse una realidad. Reflejan ambas caras de la humanidad, el lado más puro bajo el cual creamos vida y esperanza, contrastando con un lado turbio y sombrío donde se presenta un egoísmo constante, el anhelo de poder y la falta de empatía.
Ambos escenarios son tangibles en nuestros días, las pandemias de pantalla que nos hacían pensar en una extinción de la humanidad se han vuelto reales, hay una lucha constante por sobrevivir, pero también inconciencia pensando que el acceso a ciertos privilegios y recursos nos vuelven inmunes.
Ha llegado una tercera ola, crecen contagios y pese a grandes inversiones científicas el desarrollo tecnológico no es mayor al aceleramiento biológico que provoca múltiples adaptaciones en el virus. Llegan dosis de múltiples vacunas, pero no alcanzan para todos y la pandemia se expande a mayor velocidad. Los recursos son insuficientes en todos los países, los servicios de salud no tienen capacidad y el mundo está exhausto.
El encierro va estrechamente ligado con la pobreza, por ende, el aumento de inseguridad y violencia, por lo que ahora no sólo lidiamos con una crisis sanitaria, sino también humanitaria. Aunque la creatividad ha hecho prosperar un número mínimo de nuevas empresas, el común denominador es la pérdida, la economía de muchas familias se ha visto vulnerada y con ello también los recursos que permiten una mejor calidad de vida.
La educación tiene un retraso exageradamente marcado en las zonas más vulnerables, donde nuevamente la desigualdad se incrementa y en futuras generaciones cobrará la factura. Los países más desarrollados son los primeros en retomar un intento de normalidad, pero el desconocimiento y la creencia de superioridad hacen que también sean los primeros en tener un mayor número de decesos y contagios.
En países donde la pobreza y las crisis ya son lacerantes sin contar con la existencia de una enfermedad, se puede vislumbrar caos y dolor en sus calles, generaciones enteras clamando por asilo y la esperanza de cruzar la frontera para obtener la oportunidad de un mundo mejor.
En las series apocalípticas siempre podremos encontrar a una minoría cargada de esperanza, a esos héroes que arriesgan todo por salvar lo más que se pueda. También los hay en la vida real y en medio de grandes muestras de egoísmo aún podemos vislumbrar historias de empatía que inspiren a una mejor humanidad.
El mundo ha enfrentado distintas crisis sanitarias, la mayoría se ha vuelto algo constante y aún presente pero combatible con el transcurso de los años, la llegada del coronavirus no parece ser distinta a las demás, no se ve cercano su fin y por ende nos toca retomar múltiples lecciones para saber cómo vivir.
Comencemos por entender que el cambio es una constante, entre más pronto sepamos adaptarnos, mayor será la probabilidad de sobrevivir. Entendamos que los otros no son ajenos al individuo y que sólo cuidando de los demás, estamos cuidando de nosotros mismos. Y como precaución adicional tomemos estas crisis como un momento de conocimiento y crecimiento, dediquemos más tiempo a una mejor alimentación, reflexión profunda y mayor armonía con el entorno. Sólo entendiendo que no somos superiores como especie y que debemos mantener un equilibrio con la naturaleza, podremos evitar mayores catástrofes.