Como ya se esperaba que lo hiciera, apenas pasadas las elecciones el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que presentará una serie de reformas legales –constitucionales en este caso-, entre las que incluye dos de corte político.
Una de éstas plantea la desaparición de la figura de los legisladores de representación proporcional o plurinominales. Esto es, aquellos que acceden a las cámaras no por el voto directo de los electores por un candidato o candidata, sino por la proporción de votos recibidos por los respectivos partidos que los postulan y que los incluyen en una lista.
Si hay un estrato social que “goza” de la peor reputación entre la ciudadanía de este país es el de los diputados y senadores. Su imagen es sinónimo de corrupción, inutilidad, holgazanería, derroche, improductividad e ineptitud. No hay integrante de la clase política que provoque –merecidamente, además- mayor desprecio que ellos.
Así que una propuesta en los términos en los que la presenta López Obrador –“¿Para qué tantos diputados? ¿Por qué no nada más se quedan los de mayoría, por qué no se quitan los 200 plurinominales?”- concita apoyo y simpatías inmediatos. Y si a ello se le agrega el “ahorro” que supondría dejar de pagar sus altísimas dietas, el respaldo se convierte en clamor. Sin embargo, las apariencias engañan.
La figura de los diputados de representación proporcional fue creada en 1977. Precisamente, a través de una reforma política realizada a la luz de la necesidad de legitimar al régimen priista de aquel entonces, que había llegado a un extremo de simulación delirante y ridícula un año antes, cuando el candidato oficial a la presidencia de la República, José López Portillo, había “contendido” en las elecciones contra sí mismo, pues no hubo oponente alguno al frente, ni siquiera para intentar cubrir las apariencias.
La simulación democrática del partido hegemónico que prácticamente ya era único resultaba insostenible. Así que a instancias del entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, se emprendió una reforma para establecer un mecanismo que permitiera que otros partidos que no fueran el PRI o sus satélites tuvieran representación política real, en este caso en la Cámara de Diputados.
El mecanismo que encontraron fue el de los diputados plurinominales, que encontrarían representatividad política y social en la votación total que sus partidos obtuvieran en las siguientes elecciones.
Fue así que por primera vez llegaron al Congreso de la Unión integrantes del Partido Comunista y de otras expresiones de la izquierda, junto con representantes de la centro-derecha y hasta de la ultraderecha sinarquista, que si bien poco podían hacer en un principio para oponerse efectivamente a la aplanadora priista, poco a poco fueron abriendo los caminos para llegar a la pluralidad que terminó con la hegemonía total del antiguo régimen en 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, y que fue la base de las sucesivas alternancias presidenciales desde 2000 hasta 2018.
Como suele suceder, ese mecanismo que dio paso a la pluralidad en la representación política en México se desgastó y se pervirtió, al grado que las “pluris” se convirtieron en un botín de las élites partidistas –de todos los colores-, gracias a lo cual “brincan” de un cargo a otro, de una curul a otra, de una cámara a otra, sin rendir cuentas a ningún elector de sus actos, de las leyes que aprueban o que dejan de aprobar. Sin duda es necesario reformar una figura que ya no responde como tal a las necesidades del presente. Sin embargo, la propuesta presidencial lleva jiribilla.
A la vista de las últimas elecciones, en las que el nuevo partido oficial –heredero directo de aquel que fue a unos comicios sin oposición alguna en 1976- ganó la mayoría de los cargos de elección popular usando en su favor todo el poder del aparato del Estado, la desaparición de la figura de la representación proporcional le otorgaría a su vez una sobrerrepresentación en las cámaras que no reflejaría la expresión popular de las urnas.
Un partido que, por ejemplo, ganara en todos los distritos de un estado pero con márgenes de votación muy pequeños respecto de sus competidores, podría borrar a todos los demás partidos de una legislatura, aun cuando en números totales tuviera menos votos que la suma de los sufragios de todos los demás.
Y de un plumazo, retrocederíamos al régimen hegemónico y autocrático que tanto añora la “4t”.
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