Y escribíamos cartas y las enviábamos a los amigos que estaban lejos, y a la novia que no la veíamos por temporadas largas.
La carta a la novia la impregnábamos con nuestra loción preferida, para que nos sintiera tan cerca como la distancia entre dos mejillas que se juntan en el amoroso abrazo.
Escribíamos con fluidez, sin detenernos un instante para no perder la inspiración. Regularmente eran de una o dos cuartillas; si había pleito, el número de hojas crecía.
El protocolo de la amorosa comunicación iniciaba en la tienda de papelería donde se compraba el juego de las hojas y los sobres, usualmente del mismo color y adornados con inspiradoras imágenes que escogíamos de acuerdo con el matiz de nuestras emociones.
Una vez rebosantes de letras, palabras y frases (inventadas o copiadas de un libro de poesías), y después de dos o tres lecturas, se procedía al ingenioso doblado de las hojas para que cupieran exactamente en los pequeños sobres.
Para que nadie se enterase del contenido, el sobre debía ser lacrado con un lengüetazo aplicado por el emocionado remitente en la orilla de la solapa triangular. Sin embargo, ahora que el contagiadero está a todo lo que da, dicen que de haber seguido con aquella centenaria tradición, se hubiera convertido en falta grave ensalivar los sobres poniendo en riesgo la salud de los empeñosos carteros que necesariamente tenían que tocar las cartas con sus propias manos.
El pegamento de las estampillas se activaba al colocarlas sobre la humedecida lengua, la misma que en su momento se encargó de convencer, hasta el suspiro, a la amada mujer.
De ocho a quince días después la destinataria recibía la expresiva carta. El tiempo que se tardaba en llegar dependía del costo de la estampilla; las de “Entrega inmediata” eran más caras. Unos veinte o treinta días después del envío el suspirante tendría en sus manos la carta de vuelta.
La paciencia, que entonces sí existía, había que conservarla. Los tiempos de la novia tenían que acatarse. La comunicación escrita detonaba los latidos del corazón. Las emociones de la lectura lo hacían latir fuerte. A veces había lágrimas que caían en el papel dejando imperceptibles huellas transparentes.
Todo iba bien hasta que unos genios inventaron el internet.
Poco tiempo después apareció el correo electrónico. Se convirtió en la moda mundial. La comunicación empezó a ser instantánea: se enviaban mensajes y al momento se recibían las respuestas.
Se dejó de percibir el olor al perfume preferido de la mujer amada. Los chips huelen a nada. La letra manuscrita empezó a desvanecerse, no había renglones para ellas en el ciberespacio.
Cuando llega el Twitter los contenidos bajan de calidad. La inmensa mayoría empezó a escribir por escribir, los temas cayeron a la intrascendencia, sin importancia. Y, lo más lamentable, la gramática pasó a un segundo plano, dejó de interesar; por lo tanto, lo que se quería decir no tenía claridad.
Antes se coleccionaban las cartas y se guardaban en un lugar secreto o se destruían cuando las relaciones amorosas se rompían. Hoy también se pueden conservar o borrar; solo que dejó de utilizarse para cuestiones amorosas, para eso ya existían los mensajes por celular.
Luego que llega el WhatsApp, ese sí se utiliza para para las propuestas amorosas, asuntos de trabajo, pasatiempo y para todo tipo de noticias. Con la llegada de las redes las cartas se quedaron volando en la historia.
Las estampillas fueron sustituidas por los Gigabytes, y desaparecieron los signos de puntuación en la escritura virtual.
Los labios pintados en las cartas, las lágrimas, los corazoncitos, y todo tipo de emociones, fueron sustituidos por emoticones.
Ya se dieron cuenta que los celulares parecen Estelas Mayas.