Anecdotario feminista III: La violencia invisible

Quienes crean que las mujeres salen a hacer marchas y a protestar porque son “gritonas”, “destructoras”, “buscapleitos”, “no tienen con quien pelearse en su casa”, “solteronas enojadas con los hombres”, “lesbianas” (ojo: como insulto) o “viejas frustradas” sólo observen a su propia familia, la de sus amigos o conocidos y verán que las expresiones de violencia tienen distintos matices y que se trata de un proceso acumulativo que traspasó la intimidad del hogar para gritarse en la calle, que causó hartazgo y ahora se encuentran historias atroces en la redes sociales porque las mujeres decidieron no callar más.

No son sólo las violaciones, el abuso sexual, la violencia física y los feminicidios —que ya serían suficientes para justificar la desesperación que parece ahogarnos—, es esa violencia que actúa como guerra de baja intensidad y que algunas soportan más tiempo que otras, antes de estallar o de darse cuenta que están en una trampa de la que sólo nosotras mismas podemos salir. También están las que nunca logran alejarse de esa atmósfera de violencia constante y se han resignado a vivir así.

Sara es ama de casa y tiene dos hijos. El marido es contador y trabaja en una línea de autotransporte. Sus hijos son mayores de edad. El varón no quiso estudiar y atiende un negocio familiar; la hija estudia Psicología. Cuando me recomendaron a Sara para ayudar en las tareas del hogar me pareció extraño, porque los estereotipos pueden ser terribles, pero no fallan. Era una mujer sencilla pero bien vestida, se expresaba bien y no concordaba con el perfil de una trabajadora doméstica. Era una mujer de hablar pausado y bajo, siempre como con miedo. Le pedí que me ayudara con la casa de inmediato y me fue contando su vida.

Su marido no sabía que trabajaba ayudando en casas, lo hacía para poder darles de comer un poco mejor a sus hijos y comprarles alguna otra cosa sin que el esposo se diera cuenta; podía hacerlo porque él laboraba en otra ciudad y sólo lo veían los fines de semana. Ella sabía desde hacía tiempo que en la ciudad donde trabajaba vivía con otra familia, pero era un tema del que no se hablaba o que ella no debía mencionar y mucho menos reclamar si no quería desatar la furia del esposo. El hijo atendía el cibercafé que puso el padre, pero le controlaba minuciosamente todo el dinero. La hija estudiaba una carrera universitaria y el papá le decía constantemente que cuando terminara debía trabajar y ahorrar para comprarle una camioneta en pago por los sacrificios que hacía para darle estudios. La chica estaba tan harta de escuchar eso, pero al mismo tiempo tan sometida a la voluntad del padre que decía que lo haría para que dejara de presionarla.

Cuando el marido llegaba, exigía ser atendido. Que se le guisara lo que le gustaba, que lo dejaran descansar porque trabajaba mucho para poder “darles lo que necesitaban” y le dejaba el gasto a Sara. El dinero perfectamente medido con lo que debía gastar entre semana. Un dato era revelador de las varias violencias que ejercía contra la esposa y los hijos: sólo podían comprar tres bolillos por día, uno para cada uno. Si se les llegaba a antojar un bolillo más (nunca un pan de dulce) le debían mandar mensaje antes, para que él autorizara la compra.

Casi cualquiera juzgaría a la madre por soportar esa situación pero la violencia económica, simbólica y psicológica que el padre ejerce en ese hogar ha creado mecanismos de control tan eficientes que sabe que no se atreverán a desafiarlo. En apariencia esa es una familia normal, pero sólo la mujer y los hijos conocen el infierno de convivir con ese padre.

Una compañera de Facebook invitó a narrar la primera experiencia de violencia que hubieran vivido por ser mujeres. Hubo muchos casos, desde golpes, acoso, tocamientos y, por supuesto, violaciones. En dos casos, sendas mujeres, jóvenes que ya habían dejado la casa familiar narraron que fueron víctimas de violación por parte de un tío. En un caso la madre se negó a creerle y le dijo que sólo quería crear problemas entre la familia. Nadie le brindó apoyo después de esa experiencia traumática.

El segundo caso fue similar, el violador fue también el tío; calló el asunto por un tiempo, finalmente se lo dijo a la madre, que seguramente conocía los alcances del hermano, sin embargo le pidió a su hija no decir nada para no romper la “armonía” familiar. Y así, en nombre de la sagrada familia, se vio obligada a ver, y tener que saludar, cada fin de semana a su violador. Le tomó mucho tiempo reconocer que no era su culpa y que el violador debió haber recibido castigo, no la protección familiar que a ella se le negó.

Una historia siniestra la cuenta una mujer que le temía al marido por el carácter violento. El día anterior al bautizo de su hija de once meses, él llegó tarde como acostumbraba hacerlo y con aliento alcohólico. Se durmió. Ella se levantó muy temprano a limpiar el patio para el festejo. Estaba intentando sin éxito mover una mesa de madera pesada, en ese momento pasó un vecino y se ofreció a ayudar. Movieron la mesa y el vecino se fue. Vio entonces al marido parado en la puerta gritándole insultos y acusándola de no tener vergüenza por llevar a su amante a su casa. Ella trataba de explicarle que sólo era un vecino que la ayudó y que no había estado en el patio ni siquiera dos minutos. Le ordenó entrar a la casa. Ya dentro siguieron los insultos; ella pensó que se le pasaría, era violento, a veces le arrojaba objetos pero nunca la había golpeado directamente; de pronto la tomó del cabello y la tiró al piso, al tiempo que seguía reclamando la existencia de un supuesto amante, la pateó en la cara y la golpeó con una mesa pequeña de vidrio. Fue por la bebé, ella suplicaba que no le hiciera daño. Él amenazó: “jamás volverás a verla”, “no creo que sea mía” y se encerró en una habitación. Ella llamó a su madre y esta a la policía. Cuando llegaron el agresor ya no estaba y la bebé yacía en la cama sin vida: la había matado con una almohada. Él sólo parecía un poco violento y ella lo justificaba porque creía que estaba estresado aunque estaba convencida de que su hija necesitaba un padre.

Una familia cercana parece no sólo normal, sino afortunada. El padre empresario ha logrado una situación económica mucho más que holgada. La madre primero era ama de casa y después se involucró en la empresa familiar. Los hijos han gozado de una casa amplia y confortable, estudios, viajes, ayuda en los fracasos sentimentales y apoyo económico incondicional. El pero viene cuando él se alcoholiza. Discuten muy alteradamente. Él insulta con frases hirientes y humillantes como “eres una cucaracha”, “sin mí no serías nada”, etc. Ella devuelve algunos insultos, pero el hecho es que no se separa por la situación económica. Pasa el temporal y todo parece estar bien por un tiempo, pero el rencor se acumula y un día explotará, no se sabe cómo.

Estas y otras historias, tanto o más terribles, que ocurren todos los días comenzaron con un puñetazo en la mesa durante una discusión, con una prohibición, con una frase humillante, con chantajes “amorosos” para orillar a la mujer a hacer lo que su pareja desea, con una burla, con una mentira, con una infidelidad, con el intento de culpar a la mujer por el comportamiento deshonesto, con la justificación de “soy hombre”, con la promesa de cambiar y nunca más repetir la acción violenta. Casi nunca se detienen. La violencia a veces termina en la nota roja de algún medio, pero es común que se guarde largamente en casa y se normalice de tal manera que parezca invisible, pero sólo para los que no la viven.

@pramirezmorales

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