No cabe duda que el Covid-19 ha resultado ser no sólo un desastre mundial sino explicablemente un gran igualador social. El virus no respeta clase social, religión, etnia ni género. Admito que en algunos casos la disponibilidad de dinero puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte, dependiendo de la oportunidad con que sea atendido el contagiado y el nivel de atención, aunque eso no represente una garantía absoluta.
Allí tienen los casos del primer ministro de Canadá, Justin Trudeau; el del Reino Unido, Boris Johnson; los presidentes Jair Bolsonaro de Brasil y el de México, Andrés Manuel López Obrador, así como el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump. Ninguno de ellos estuvo en el pasillo de un hospital público esperando cama, tampoco se supo de algún familiar que pasara toda una noche haciendo fila para conseguir o rellenar un tanque de oxígeno por el que debían pagar precios absurdamente abusivos, con el dilema de si comprar los medicamentos o la comida del día y mucho menos intentando decidir si hacerle caso a López Gatell o ignorarlo y usar del dióxido de cloro, el cual por cierto, me han comentado tres personas cercanas que lo usaron y están seguras de que fue eso lo que las curó.
Se debe reconocer, por otra parte, que no podía ser de otra manera, el riesgo en la salud de cualquiera de esos personajes, pero muy especialmente de los mandatarios que enfermaron cuando la situación en sus países era declaradamente inestable o al menos con mucha fuerzas políticas encontradas actuando al mismo tiempo y no precisamente a favor de sus países sino de sus propias agendas políticas, resultaba también peligros de diversa naturaleza para la población entera de esas naciones, en particular para la más vulnerable o doblemente empobrecida a causa de la pandemia.
Con el desarrollo de vacunas en varios países y el inicio de su distribución los escenarios cambiaron un poco. Los países desarrollados no tienen la menor intención de dejar hacer sentir su supremacía tecnológica y económica al dar prioridad a los habitantes de sus países en la aplicación de la vacuna. Por ello, la Unión Europea estableció controles a la exportación de vacunas y no sólo a los países menos desarrollados, sino a cualquier otro que no pertenezca a la UE. A principios del mes de marzo Italia y la Unión bloquearon un envío de 250 mil dosis de la farmacéutica anglosueca AstraZeneca a Australia en tanto hubiera retrasos en la entrega de pedidos europeos. Esta medida repercutió en México, donde se resintió la demora en la recepción de pedidos pactados entre el gobierno y AstraZeneca.
Este intento de acaparamiento se neutralizó parcialmente con la llegada de varias vacunas a la última fase de pruebas, lo que ha puesto en el mercado, hasta la fecha, siete vacunas antiCovid. No obstante, la OMS ya había hecho un llamado a los países sede de las empresas desarrolladoras para que la distribución fuese equitativa e instó a la Unión Europea y al gobierno de Francia a crear, junto con la OMS, la herramienta Covax, (Fondo de Acceso Global para Vacunas Covid-19) con la participación de actores públicos y particulares, bajo el mantra que ha expuesto repetidamente “nadie está a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo”. Estos nacionalismos y despliegues de poderío fuera de lugar no logran comprender que aun en el caso de llegar a la meta de la vacunación universal en sus países no pueden aislarse y será suficiente con que llegue una persona en etapa de contagio para que el problema resurja, a pesar incluso de que instauren la tarjeta de vacunación para ingresar a los países del primer mundo.
En México, el control gubernamental de la vacuna con un programa federal de distribución, con el resguardo militar de las dosis y la colaboración de las entidades federativas, evitó no sólo el uso político de la salud, por más que se diga que ello favorece a Morena, sino también el consecuente mercado negro y los inevitables privilegios a los que las autoridades estatales o locales no se iban a poder o querer negar, comenzando incluso por sus propios parientes.
Por primera vez nuestro país vio que las zonas más alejadas, las que albergan a la población más vulnerable estuvieron adelante en la lista de los atendidos. No sin problemas, por ejemplo, en la ciudad de Tlacotalpan, Veracruz se aplicó la primera dosis con la vacuna AstraZeneca, pero inexplicablemente se dio fecha a las personas mayores de 60 para la segunda dosis tres meses después, sin que hasta ahora consigan justificación de las autoridades de salud para espaciar de este modo el tiempo entre la primera y la segunda dosis.
La estrategia utilizada por el gobierno federal provocó, en no pocos lugares, que personas adineradas se trasladaran a poblados que nunca en su vida hubieran visitado de no ser porque buscaban ser vacunados, pero esto no resultó, al final, significativo.
Del mismo modo en que Covax pretende una distribución equitativa entre países, bajo la premisa —ya comprobada— de que el virus no respeta status económico, en los puestos de vacunación mexicanos —sobre todo en las ciudades— se puede ver una mezcla social pocas veces presenciada. En la ciudad de Coatepec, Veracruz donde yo habito (pero me comentan que en otras ocurre lo mismo) se habilitaron dos sedes para iniciar la vacunación de adultos mayores. Y llegaban a esos lugares lo mismo hombres con sombrero y ropa que había visto sus mejores épocas tiempo atrás, que señores con chamarras deportivas de marca. Mujeres con sandalias de hule y los pies cenizos o agrietados por falta de protección y cuidado, con faldas y blusas que no encontraron puntos de enlace para combinar se codeaban con señoras de ropa informal bien elegida y cómoda. También se podían ver sillas de ruedas que evidentemente tuvieron costo muy diferente. Esto ocurrió en un municipio vecino de la ciudad capital de Veracruz, pero se puede estar repitiendo en otros sitios, sobre todo los de menor tamaño. Todas esas personas, sin importar su extracción social, fueron tratados, atendidos y vacunado con la misma eficiencia, amabilidad y en el turno que les tocó. Sólo privilegiaron a las personas de más edad o con problemas de salud evidentes o dificultades severas de movilidad. Todos ellos, sin excepción, pudieron haber invocado a Nicolás Guillén: “tengo, vamos a ver, tengo lo que tenía que tener”. Esto, sólo por lo que se refiere a la protección urgente y necesaria para luchar contra ese virus que ha paralizado al mundo, porque al salir del puesto vacunación, cada cual se fue a continuar su vida con las carencias o las comodidades de sus hogares. Algo es algo y puedo afirmar que resultó estimulante atestiguar que en esos lugares priva la equidad y presenciar la igualdad de trato, que se gana sólo por ser mexicano. No más, pero tampoco menos.
@pramirezmorales