El bestiario, en la literatura medieval es una colección de relatos con animales fantásticos o un catálogo de bestias. El término también se aplicaba a los hombres que luchaban contra fieras en los circos romanos. Pues bien, estoy plenamente convencida que muchas mujeres tienen un bestiario que poco a poco han comenzado a describir y, con ello, a descubrir por qué son feministas. Porque ser feminista no es otra cosa que reclamar la justa igualdad en derechos que merecemos.
No hay mejor ideologizador contra los gobiernos autoritarios que la pobreza, la enfermedad o el hambre. Del mismo modo, tengo la certeza de que la militancia feminista proviene de vivir en carne propia la desigualdad y que sólo una franja de ella es la que lee, construye el discurso político y teórico, le da nombre a la realidad cotidiana de la violencia y la desigualdad, la que recoge los hitos y se dedica a historiar y conceptualizar los movimientos de las mujeres, la que lee e invoca a Beauvoir, Millet, Segato, Fortunati, Butler, Lagarde, Fraser, Davis, Luxemburgo, Woolf, Brito, Friedan y muchas otras que han contribuido a edificar el pensamiento feminista con sus muy diversas aristas.
La gran marea verde, sin embargo, está integrada por mujeres violentadas agresivamente, por madres, hermanas, tías, primas y amigas de las asesinadas y desaparecidas que ya no pueden alzar la voz, por mujeres que viven a diario con las secuelas de haber elegido vivir o relacionarse con un agresor, las que viven la violencia institucional, obstétrica, nutricional o de otros tipos, las que no tienen una teoría en la mano sino dolor en diversos grados.
En algunos casos, como el mío, tuve la fortuna de no vivir con ningún agresor, sino tener a una madre más feminista de lo que ella hubiera podido explicar. Hija de un padre autoritario y violento, nos repitió hasta el cansancio que nadie tenía derecho a tocarnos o agredirnos. Claro, mi madre tenía independencia económica. Era, además, de esas típicas madres “que defendía a sus hijos como leona”. Si alguna maestra se comportaba autoritaria, yo sentía el respaldo de mi madre, aunque otras mamás fueran con la misma maestra a aconsejarle que “le pegara” a la niña si no se portaba bien, para “corregirla”. Para fortuna de mis maestras, a ninguna se le ocurrió agredirme física o verbalmente, porque no la hubiera envidiado con la respuesta de mi madre. Mi padre era amoroso, con sus hijos y con su esposa, pero sobre todo respetuoso.
Y seguí siempre los consejos más valiosos de mi madre. Eso no impidió que en el mundo exterior me encontrara con la realidad de la desigualdad de género, que entonces estaba más normalizada que ahora. No había movimiento feminista de relevancia tal que ocupara espacio en la prensa. Era ávida lectora de Fem, dirigida por Esperanza Brito, una de las primeras publicaciones feministas de México que se mantuvo por 29 años. Apareció antes de que yo concluyera la prepa y para entonces también ya había leído El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, La mujer rota de Beauvoir, Miedo de volar de Jong, El cuarteto de Alejandría de Durrel y otras obras literarias que me daban una perspectiva diferente de la vida de las mujeres, aunque no coincidiera con la realidad. La literatura me ofreció en esas vidas que no viví una posibilidad.
Cuando salí de la prepa Uno de la UNAM, ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, a la carrera de Sociología. Decidí compartir el tiempo de mis estudios con un trabajo de medio tiempo. Sólo tenía el bachillerato, así que acepté trabajar como secretaria en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica del IPN. Aunque no sabía taquigrafía, que en ese tiempo sí se utilizaba, lo suplía con una redacción aceptable, lo cual agradecían mis jefes que eludían así dictar esa serie de formulismos grises que contienen los oficios de la burocracia y quedaban menos acartonados.
En esos comunes movimientos políticos de cambios de dirección, mi jefe –el subdirector- y el director, fueron removidos. Como ocurre hasta hoy, se vino la avalancha en contra de “su equipo”. Me quitaron el “privilegio” de estar en la subdirección, que era como la oficina adjunta del Olimpo y llegué a ser la secretaria del jefe del Departamento Editorial; un sujeto de baja estatura física, humana e intelectual, déspota y arbitrario, que además se creía guapo. Nunca olvidaré nuestro primer encuentro: entró a la oficina como si tuviera mucha prisa, ese gesto que necesitan ciertos burócratas para aparentar que tienen tareas vitales sin las cuales no subsiste la institución. No saludó y antes de entrar a su oficina me dijo “Pilar, tráigame un café”. Porque eso se estilaba, y es una práctica que subsiste, las secretarias no sólo les servían café a sus jefes sino debían estar pendientes de que no faltaran tazas, platos, servilletas, café, té, azúcar y galletitas. Quizá ahora haya mujeres que deban estar pendientes de que haya té verde, rojo, de cúrcuma y de jengibre porque su jefe cuida la salud. Es la servidumbre doméstica a que se somete todavía a las mujeres (que yo no vivía en mi casa) trasladada a la oficina si se ocupa un cargo “menor” o “propio de mujeres”.
Con esa orden, que no petición: “Pilar, tráigame un café”, sentí como la ira se apoderaba de mi cara y la enrojecía. ¿Quién se creía ese sujeto para pedirme algo que ni en mi casa me exigían? Pensé en confrontarlo y decirle todo lo que pasaba por mi cabeza en ese momento.
Me contuve y con toda calma le preparé un café de una taza de tamaño más bien pequeño, con seis o siete cucharadas de café y otras tantas de azúcar. Un brebaje que sólo podía servir de purga. Muy amablemente se lo llevé a su oficina. Estaba con un visitante. Todavía quisiera haber visto su cara cuando probó su “café” y el esfuerzo que debe haber hecho para no escupirlo frente a su visita. No dudo que me maldijo, pero aguantó, recibió el mensaje y sólo varias semanas después reclamó la porquería que le había hecho tomar. Le contesté muy cortésmente que revisara las funciones de una secretaria en el manual correspondiente en Recursos Humanos y podría comprobar que entre ellas no estaba preparar alimentos a los superiores ni a los subalternos. Seguro me odió siempre, pero nunca más se atrevió a pedirme un café. Y sólo hacía muecas cuando le corregía los materiales que según él ya se iban a impresión. Con la mayor de las perversidades le preguntaba “¿quiere que le corrija las faltas de ortografía y concordancia antes de que lo impriman?”. No tenía más remedio que aceptar, aunque eso sólo hiciera que me odiara más, pero en fondo también me ganaba respeto y le hacía sentir que le hacía falta para hacer bien su trabajo.
Esa ayuda tampoco impidió que me hiciera perradas cuando podía. Repetir trabajos completos cuando no había computadoras porque al final decidía cambiarle una palabra, intentar que me quedara más allá de las nueve de la noche porque había surgido un trabajo “urgente”. Le recomendaba para esos casos pedir la ayuda del personal administrativo de confianza, pues yo era de base. Cuando las perradas se convertían en acoso laboral (no se le llamaba así todavía), recorría la línea de mando hasta llegar, en no pocas ocasiones, a la Dirección General para pedirle al director su intervención con queja escrita en mano, lo cual era inaudito para la vida de una institución eminentemente masculina como el Politécnico. A diferencia de otras mujeres que vi humilladas y maltratadas porque sus jefes se daban el lujo de gritarles e insultarlas, nunca jugué la carta de las lágrimas, porque sabía desde entonces que el llanto femenino es repudiado aunque no lo digan y lo toman como signo de debilidad. Planteaba mi queja de manera escueta, argumentaba y le pedía intervenir en su carácter de máxima autoridad para frenar esas agresiones.
Muchos años después recordé el episodio del café, pero por una circunstancia muy diferente. Entré a trabajar a la Dirección de Educación Normal (DEN) de la Secretaría de Educación de Veracruz, a cargo entonces de José Guillermo Trujillo, un maestro muy respetado en el ámbito magisterial de Xalapa. Un día de tantos hubo una reunión a la que acudimos varias maestras de la DEN y un expositor que hablaría de un tema. El director llegó antes del comienzo de la reunión, saludó, comentó algo con alguna de sus jefas de área, seguramente la responsable de la reunión y se fue a preparar un café. Yo, sin cargo alguno, soldado raso en un mundo burocrático donde hay más “jefes” que “apaches” y todos quieren hacer gala de su poder, estaba a un lado; el maestro Trujillo se acercó y me dijo “¿gustas un café?”, lo acepté y vi que me preparó a mí y a alguien más que estaba cerca. Me devolvió la confianza en la decencia y el respeto que pueden mostrar quienes tienen un cargo. En otras reuniones, no tenía inconveniente en ofrecerle un café o un té. A veces se lo preparaba yo, pero muchas veces se preparaba él mismo lo que tomaría y no tenía reparo en ofrecerle a alguien más. Con ese gesto sencillo, no sólo adoptaba, sin alardear, la igualdad entre hombres y mujeres, sino entre miembros de una comunidad laboral solidaria como es el magisterio, sin importar el rango.
@pramirezmorales