El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Y eso es lo que pasó en el México de los años cuarenta del siglo pasado cuando se estableció el delito de disolución social en un contexto y con objetivos muy distintos a los que habría de servir al final, y que llevó a la persecución de cientos de disidentes del monolítico régimen político de aquellos tiempos.
Recordemos que esta norma surgió en una época muy compleja para la seguridad nacional del país como fue el inicio de la Segunda Guerra Mundial, por lo que en el año de 1941 el entonces presidente Manuel Ávila Camacho envía una iniciativa al Congreso de la Unión, que adicionaba el delito de espionaje en tiempos de paz y creaba, en el artículo 145 del Código Penal, el tristemente célebre delito de disolución social, que a la letra decía:
“Se aplicará prisión de dos a seis años, al extranjero o nacional mexicano, que en forma hablada o escrita o por cualquier otro medio realice propaganda política entre extranjeros o entre nacionales mexicanos, difundiendo ideas, programas o normas de acción de cualquier gobierno extranjero que perturbe el orden público o afecte la soberanía del estado mexicano…
Se perturba el orden público, cuando los actos determinados en el párrafo anterior, tiendan a producir rebelión, sedición, asonada o motín…
Se afecta la Soberanía Nacional cuando dichos actos puedan poner en peligro la integridad territorial de la República, obstaculicen el funcionamiento de sus instituciones legítimas o propaguen el desacato de parte de los nacionales mexicanos a sus deberes cívicos”.
Era evidente en el texto del artículo que la iniciativa de Ávila Camacho tenía como objetivo central preparar a la nación para la inminente conflagración mundial y la consecuente amenaza nazi-fascista en México.
No obstante, pasados los peligros de la amenaza externa, el delito de disolución otorgó a los funcionarios responsables de perseguir y juzgar los delitos de total discrecionalidad para sancionar conductas que son legales en toda sociedad. Así, en las décadas posteriores se echó mano de esa acusación para perseguir a la población por realizar actos pacíficos de resistencia civil o manifestaciones públicas para defensa de sus derechos sociales y colectivos.
Con esa arma, desde la segunda mitad de la década de los cincuenta el gobierno federal se dio a la tarea de combatir con toda la fuerza del estado los movimientos de médicos, electricistas, petroleros, telegrafistas, maestros, y a los protagonistas de la gran huelga ferrocarrilera de 1958-1959, cuyos principales dirigentes, Demetrio Vallejo y Valentín Campa, fueron encarcelados y sentenciados a 16 años de prisión acusados, ¿sabe de qué?, pues del delito de disolución social.
De entre los mexicanos célebres por haber purgado penas por ese delito figuran, además de los líderes históricos del movimiento ferrocarrilero, el pintor David Alfaro Siqueiros y el periodista Filomeno Mata, condenados en 1960 a ocho años de cárcel y que habrían de ser indultados años después.
En 1968 el movimiento estudiantil precisamente tuvo como una de sus demandas centrales la derogación de los Artículos 145 y 145 Bis del Código Penal. Y fue eso lo que llevó a la cárcel a decenas de estudiantes, acusados de una larguísima lista de delitos, entre ellos, el que pedían fuera derogado. No obstante, el Movimiento del 68 más allá de constituir el punto de partida de las posteriores transformaciones del régimen y de nuestra vida democrática, tuvo como uno de sus productos notables el trastocar el orden jurídico mexicano con la derogación, en 1970, de los artículos que comprendían la tipificación del delito de disolución social.
¿Cuál es la enseñanza de esta historia? Que el terreno que se pisa cuando se deja al arbitrio de la autoridad la interpretación de cuestiones subjetivas como alterar el orden, perturbar la paz pública, causar alarma, ultrajar a la autoridad, entre otros, entraña peligros reales para las libertades democráticas.
Lo menos que se debe preguntar es ¿quién va a decidir y bajo qué criterios cuándo se actualizan esos tipos penales?
En el caso del delito de ultrajes a la autoridad, establecido en 2013 en el Código Penal del entonces Distrito Federal, fue considerado como inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el año 2016, fundamentalmente por lo ambiguo del término y el margen que se deja a la interpretación de los juzgadores, lo cual podría derivar en arbitrariedades, y se consideró además que no es funcional para evitar perturbaciones al orden y a la paz pública y, ojo, que la norma impugnada también era contraria a la libre expresión.
La Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional también la llamada Ley Duarte, una reforma realizada en septiembre de 2011 al Código Penal de Veracruz, a partir de la cual se creó el delito de perturbación del orden público para castigar afirmaciones falsas a través de cualquier medio, incluidas las redes sociales como Twitter, salida legal al alud de críticas por los cargos con que se detuvo y sometió a proceso a dos personas que se dieron a la tarea de reproducir mensajes y alertas por unos supuestos hechos de violencia –que resultaron falsos- que amenazaban la seguridad de escolares y de la población de la zona conurbada Veracruz-Boca del Río.
Eso es lo que complicado y peligroso, en su caso, de la reforma aprobada hace unos días por el Congreso del Estado al Código Penal de Veracruz que bajo el argumento de proporcionar mayores herramientas para enfrentar los problemas de criminalidad en el Estado, ante el aumento de la incidencia y violencia con el que son cometidos, y que en el caso de las conductas de ultraje a la autoridad busca evitar “que se trastoque, en el marco del ejercicio de las funciones del servidor público, la protección del orden público y la garantía de la seguridad ciudadana”.
Lo relevante es, al final, que los nuevos tipos delictivos que se crean o los que estén en camino de establecerse dada la delicada situación que se vive en materia de seguridad pública no sirvan en lo absoluto para dar vestidura de legalidad a decisiones autoritarias presentes o futuras. Que no se parta de un objetivo que puede ser respaldado por muchos, como lo fue en 1941 el establecimiento del delito de disolución social ante la amenaza de la guerra, y termine, como en el periodo 1958-1969, en justificación legal para persecución y encarcelamiento de disidentes.
Lo ideal –siempre lo ideal- es pugnar en todo caso porque el gobierno amplíe el abanico de libertades, los espacios de expresión y se deje atrás la creencia de que lo mejor para el minusvalorado ciudadano es darle solo la “verdad oficial” y asegurarse por la vía de la amenaza legal de que no hay de otra.
La tolerancia con lo diverso, con otras voces, con las protestas e inconformidades sociales en las plazas públicas, en las redes sociales, en los medios de comunicación, que son naturales y explicables en un entorno de crisis institucional, de inseguridades y falta de certezas respecto al futuro, es siempre la mejor receta y el camino menos sinuoso y más efectivo para conectar con los gobernados.
La historia deja lecciones que deben rescatarse y experiencias que bajo ninguna circunstancia debemos repetir.
Solo la tolerancia, la verdad y la justicia sin artificios nos harán libres.