Desde hace por los menos tres lustros se habla de una crisis de los partidos políticos que los ha llevado a convertirse, junto con sus integrantes, en la institución más vilipendiada y menos respetada y confiable en nuestro país.
Esa pésima imagen se la han ganado a pulso: han tolerado las más deleznables y corruptas prácticas, han defendido a los personajes más impresentables y han olvidado que legalmente son entidades de interés público y no franquicias rentadas para promover los intereses particulares de grupos o personas.
La descomposición de la vida pública en México se debe en buena medida a eso que desde los partidos políticos se ha tolerado y hasta promovido en aras de mantener cotos –grandes y pequeños- de poder, reduciéndolos al nivel de cofradías –cuando no de grupos abiertamente delincuenciales- que no representan a la ciudadanía prácticamente en ningún sentido.
Ese fenómeno fue uno más del cúmulo de situaciones que llevaron a la población a optar por un quiebre en el sistema político en las elecciones de 2018 y a votar en masa no por un partido, sino por un movimiento –que pronto demostraría que no es diferente ni mejor que los demás- encabezado por un personaje carismático que, a la hora de gobernar, tampoco ha mostrado atributo alguno que permita diferenciarlo en positivo de sus antecesores, sino todo lo contrario.
Sin embargo, se podría pensar que ese punto de quiebre que materializó en las urnas el hartazgo y el rechazo popular a los abusos, simulaciones y corruptelas de la llamada “partidocracia” habría podido servirle para entender la urgencia de un cambio en sus modelos de praxis y comunicación política y en los personajes que le representan. Pero no es así.
En marcha ya los procesos electorales federal y locales para la renovación de las 500 diputaciones federales, 15 gubernaturas y en el caso específico de Veracruz 50 diputaciones locales y 212 ayuntamientos, los partidos políticos demuestran no solo que no aprendieron ni entendieron nada del mensaje de 2018, sino que siempre pueden degradarse aún más.
Ante nuestros ojos los partidos se aprestan a farandulizar por completo lo que de por sí ya era un circo, postulando para cargos de elección popular a personas cuyo único mérito es ser famosas –o haberlo sido en el pasado-, sin que tengan la más mínima idea de lo que implica la representación popular, la legislación ni la gobernanza.
Del cómico Carlos Villagrán “Kiko” a los luchadores “Blue Demon Jr.” y “Tinieblas”; de la ex Miss Universo Lupita Jones a la ex reina del carnaval de Veracruz “Nena” de la Reguera; del actor Alfredo Adame a la cantante vernácula “Paquita la del Barrio”, entre muchos otros tuiteros, estrellas del “fitness”, ex futbolistas y cualquiera que por alguna razón encuadre en la categoría de “influencer”, la oferta electoral de 2021 se avizora como la más deplorable y pobre de que se tenga memoria en mucho tiempo.
Por supuesto que todos, como ciudadanos mexicanos en uso de sus derechos políticos, pueden contender. La Constitución los ampara. Empero, cuando escuchamos a estos personajes dirigirse al electorado con frases del estilo de “¡cómo está la chusma!”, o reconocer abiertamente que “no sé a qué vengo aquí. Yo solo sé que hay personas atrás de mí que son las que me van a enseñar a cómo manejar este asunto”, lo que queda al desnudo es que lo último en lo que se está pensando es en proponer soluciones para los enormes, gigantescos problemas que aquejan al país.
Pero no tienen la culpa la cantante de rancheras, la “coach” de consejitos de belleza o el cómico de vecindad, sino quien los hace candidatos. Y es, en efecto, responsabilidad absoluta de los partidos este abaratamiento de la política. No hay uno que se salve: PAN, PRI, PRD, Morena, PVEM, Movimiento Ciudadano, PT, Redes Sociales Progresistas y demás, que en lo único que piensan es en obtener más votos, en ganar posiciones, en no perder el registro, en conservar el poder. Las ideas, las necesidades, las convicciones, las causas de los mexicanos, ¿a quién chingaos le importa eso?
Política basura, de partidos basura.
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