Muchos hemos festejado la acción de cancelar las cuentas de Donald Trump que tomaron los propietarios de plataformas como Twitter, Facebook, Instagram, Pinterest, Twitch, Tik Tok, Reddit, Discord, YouTube e incluso Shopify, la plataforma de tiendas en línea de ecommerce en la que se vendían artículos de campaña de Trump y que sin duda generaba ganancias nada despreciables.
Es probable que ese primer impulso de decir “qué bueno”, “ya era hora” o “se lo merece” estuvo animado por el hartazgo que provocó el remedo de gobierno que tuvo Estados Unidos en los últimos cuatro años, acciones impulsivas y erráticas, decisiones sustentadas en clasismo, racismo, xenofobia, de cínico nepotismo y amiguismo que lesionaron al país pero favorecieron a su familia y a sus amigos multimillonarios y, por supuesto, la cereza del pastel, el numerito de la toma del Capitolio que se muestra como la antesala de un golpe de Estado. También nos unimos a celebrar que callaran a Trump en las redes por el temor a que un personaje de ese calado de furia e irreflexión pudiera, por medios no legales, permanecer al mando de la Sala Oval.
Los dueños de esas redes no incurrieron en ninguna acción ilegal. Todos los usuarios al descargar cualquiera de esas plataformas damos “aceptar” a una serie de reglas de comportamiento. Y lo hacemos porque si tuviéramos alguna objeción, no hay negociación que valga, simplemente no tendríamos acceso al uso de la red.
Los enemigos de la 4T se le fueron encima a Andrés Manuel López Obrador porque objetó el cierre de las cuentas, calificándolo de “censura”. Les dio motivo a sus enemigos para intentar amarrar navajas contra Biden afirmando que estaba defendiendo a “su amigo Trump”. Sólo que López Obrador no fue el único que vio en el cierre de cuentas algo que no anda bien. La canciller alemana Angela Merkel también consideró “problemático” el cierre de cuentas de Trump por responder a la decisión de los administradores de esas redes; fue más allá, afirmó que la libertad de opinión es “un derecho de importancia fundamental” que sólo podría ser intervenido por decisiones legislativas y no corporativas.
A medida que se dan a conocer más detalles del ataque al Capitolio el seis de enero, se puede ver que no se trató de una manifestación incitada sólo por los mensajes que Donald Trump tuiteaba desde su cuenta, sino una acción organizada, a través de comunicaciones privadas, con fines golpistas para impedir la validación del triunfo de Joe Biden por parte del Congreso, con la certificación del vicepresidente Mike Pence de los 306 grandes votantes a favor del candidato demócrata.
Es decir, no fue una acción política orquestada en las redes sociales. Que los mensajes de Trump podían ayudar a enardecer a sus seguidores, sin duda. Pero la turba que se apersonó en el Capitolio ya no necesitaba esos mensajes, ya estaba aleccionada y los noticiarios señalan incluso que las investigaciones han revelado que algunos de los participantes tenían la consigna de asesinar a la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi.
Eso por un lado. El otro aspecto que resulta más complejo es que la acción de silenciar en las redes a Trump es lo indefendible del personaje y sus objetivos. En resumen, por lo menos para la mayoría de los mexicanos y para buena parte del mundo (no la casi mitad de los votantes del todavía presidente de Estados Unidos), lo indefendible es el gobierno de Trump y él mismo. De ahí lo difícil que es objetar el cierre de sus redes. No por ilegal, eso ya quedó claro, sino porque nos lleva a preguntarnos sobre la legitimidad de este acallamiento. Hoy fue Trump, mañana puede ser un activista ambiental o político en contra de un gobierno autoritario. ¿Hubiese habido Primavera Árabe si Mark Zuckerberg decidía dejar sin whatsapp a los manifestantes de los diez países en los que se exigían mejores condiciones de vida, libertades y democracia en 2010?
¿Puede quedar en manos de un empresario esta decisión? En teoría, sólo se trata de un particular que niega a otro particular el acceso a su servicio. Pero es mucho más que eso, porque la conversación pública que han generado las redes sociales son, por la misma razón, un asunto de interés público. Y, finalmente, estos empresarios no viven sólo de sus desarrollos tecnológicos, ellos no venden exclusivamente el servicio de la comunicación en las redes, nos venden a nosotros, los usuarios. El verdadero éxito empresarial es el número de usuarios que garantizan la venta de sus plataformas a las compañías telefónicas y a las empresas que se anuncian en aquellas. Y no sólo eso, venden también los perfiles de los usuarios porque con ello garantizan a los anunciantes que sus “targets” o públicos objetivo son los que buscan de acuerdo con los productos que les interesa colocar en el mercado.
Este episodio me hace recordar un hecho que ocurrió en México hace ya más de dos décadas. Un propietario de medios del sureste mexicano al que se le atribuían comportamientos poco éticos o llanamente ilegales, cuando lo ilegal o lo ilegítimo era todavía más normal de lo que pudiera ser ahora, le llegó a su domicilio en la Ciudad de México una caja que contenía una mano humana. No se sabe si era un mensaje, una amenaza o un reclamo a su proceder. En el gremio periodístico se discutió el hecho porque era una acción siniestra y muy intimidatoria. Miguel Ángel Sánchez de Armas, entonces presidente de la Fundación Manuel Buendía, el periodista Miguel Ángel Granados Chapa y el analista político Alfonso Zárate, entre varios otros, coincidieron en que resultaba tentador alegrarse y decir “se lo buscó” o “se lo merece”, pero caer en esa tentación equivalía a avalar la agresión contra cualquier otro periodista, pues desde el punto de vista de una persona con poder, un periodista “incómodo” puede merecer eso y más.
Se puede hacer un parangón con el caso Trump. Ya nadie quiere otra cosa más que se vaya de la Casa Blanca, pero no hay que olvidar que el ataque al Capitolio no se gestó sólo desde la cuenta de Twitter del presidente de Estados Unidos, comenzó a tomar forma desde que los republicanos hicieron de la vista gorda a una gran cantidad de acciones condenables y detuvieron el primer proceso de destitución con tal de conservar el poder y no sentar el precedente de un mandatario republicano destituido. El propio vicepresidente Mike Pence rechazó invocar la enmienda 25 para quitar a Trump del poder, pese a que los seguidores de este vociferaban el ansia de colgar en una horca a Pence. Prevaleció el interés político para no dejar mal parados a los republicanos, como si quedar peor en este momento fuese posible.
No puede quedar en lo anecdótico el cierre de cuentas a un personaje indeseable con un gran poder, nada menos que quien tiene la presidencia del país más poderoso del mundo. Es preciso abrir el debate acerca de la frontera entre lo público y o privado de las redes sociales, para entonces discutir si las empresas sólo actuaron como particulares o se erigieron en jueces o censores.
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