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El valor de los intelectuales perdidos

by Pilar Ramirez

 

La oposición a la administración de Andrés Manuel López Obrador ha mostrado varias caras, pero entre los opositores existe el interés común de que se vea que es muy amplia y fuerte. Está la aversión más abyecta hacia el Presidente como la de FRENA; Gilberto Lozano, su líder, se mostró como un disidente intransigente, falto de argumentos, histriónico hasta llegar al ridículo pero que sin duda logró tomar un micrófono y subir todo el volumen posible para intentar ocultar no sólo la sinrazón sino su falta de seguidores con un Zócalo semivacío del cual se tuvo que retirar después de convertirse en el hazmerreír de uno de los más recientes capítulos de la política mexicana. Diego Fonseca hizo un análisis interesante sobre esta oposición en The New York Times, en una colaboración llamada “López Obrador, Frena y la oposición por hartazgo”.

Por otro lado, los intelectuales —algunos autonombrados y otros que sí tienen credenciales para recibir el adjetivo— han mostrado su oposición a la administración de AMLO con un golpeteo constante en los medios. Varios de ellos ahora están adheridos a la organización Sí por México fundada por Claudio X. González, con los suficientes recursos propios y de su grupo para lograr, entre otras cosas, el adefesio político e ideológico de reunir a PRI, PAN y PRD, acompañados también de lo que se ha llamado la “chiquillada” de los partidos políticos.

Los gobiernos priistas más que los panistas siempre se preocuparon de rodearse de intelectuales y académicos con los que tenían una relación peculiar. Los intelectuales pedían o recibían privilegios sin el menor rubor pero les interesaba manejarse como autónomos, independientes y hasta críticos, sin que eso obstara para que continuaran recibiendo favores o prebendas. Sólo recibirlas, sin embargo, tenía un costo y era que la crítica no podía ser demoledora. Los periodistas, artistas y académicos que entraban en ese grupo acallaban sus conciencias pensando en lo independientes que eran y el gobierno sabía que tenía un grupo crítico tolerable o manejable. En esta administración, cuando los privilegios les fueron retirados por completo y se produjo una confrontación severa con el gobierno la vena acusadora y crítica les saltó no de forma inspiradora sino como vena varicosa.

El resultado es que algunos de ellos se han sobreexpuesto y ya se les cree poco. En las redes sociales Denise Dresser, Carlos Loret de Mola, Joaquín López Dóriga, el cartonista Calderón, Chumel Torres que logró colarse a la fama gracias a sus “análisis críticos” o Ricardo Alemán escriben lo que sea, porque prácticamente todo les parece mal, e inmediatamente los “chairos” los tunden por mentirosos y otros adjetivos no publicables, e inmediatamente vienen en su auxilio sus seguidores. Ninguno de los dos bandos aporta argumentos sólo hay exaltación, insultos y provocaciones.

Con tantos intelectuales enojados, se debe reconocer que no sólo ellos perdieron sus privilegios, el país también perdió un grupo de interlocución que podía abogar por la cultura y proponer —al menos los más serios— propuestas que podían convertirse en políticas culturales que fuesen más allá del proteccionismo estatal, siempre presente desde la época posrevolucionaria y que no se superó en el espíritu de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales.

No obstante lo anterior, había quien hablara y quien escuchara. Ahora la polarización ha puesto en el mismo costal los intereses de los “fifís” y los derechos culturales de una gran cantidad de regiones y ciudadanos interesados auténticamente en la cultura. Y como algunas propuestas parecen ser una exquisitez para el pueblo que es “verdadero”, la cultura se puede hacer a un lado sin miramientos. Trabajo ciudadano de años en el ámbito de la cultura en sus vertientes de tradición o de nuevas aportaciones sigue padeciendo precariedades, si hay recursos llegan al último minuto sin posibilidad de planear como hacen la mayoría de los países adheridos a la Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales. México es uno de ellos, pero a diferencia de otros compromisos internacionales, la cultura tiene más un carácter de voluntad política, de trabajo de gestoría, de formación, de trabajo organizado  y de persuasión que de coerción.

Como cualquier ciudadano, rechazo categóricamente la existencia de privilegios para algunos personajes, muchos de los cuales se traducían en cuantiosas cantidades que salían del erario público, pues personas con credenciales artísticas y académicas hay muchas, que no recibían y no reciben ese trato preferencial. La diferencia radica en que los intelectuales opositores tienen foros para expulsar su enojo con la construcción de un discurso envolvente. Lo que afecta al país es que se hayan llevado consigo una presión necesaria para que los recursos destinados a la cultura no sean una dádiva o se consideren una concesión gubernamental, sino la posibilidad de que se asuma que son derechos de los que deben gozar los ciudadanos. Y que no se trata de “culturizarlos” sino de escuchar todas las voces de este discurso complejo del que emana nuestra riqueza cultural. Y para ello se requieren recursos, voluntad, trabajo, políticas públicas y acciones concretas. La cultura no debería ser más el comodín presupuestal al que se le puede rasurar, porque sin desarrollo cultural no hay otros desarrollos posibles.

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