La detención del general Salvador Cienfuegos Zepeda, ex secretario de la Defensa Nacional del sexenio de Enrique Peña Nieto, pone de relieve un tema del que difícilmente se habla con claridad en México: la histórica colusión de las fuerzas armadas, y en específico del ejército, con el narcotráfico.
Si bien la detención de Cienfuegos en el aeropuerto de Los Ángeles, California a petición de la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) del Departamento de Justicia del gobierno norteamericano representa la captura del militar de mayor rango de la historia de México, no ha sido la única.
La aprehensión en 1997 -también a cargo de la DEA- del ex “zar” antidrogas del gobierno de Ernesto Zedillo, el general José de Jesús Gutiérrez Rebollo, es el antecedente directo de la captura de Cienfuegos y sus elementos en común le dan cuerpo a una hipótesis largamente manejada: sin la protección oficial de los cuerpos de seguridad, tanto civiles como militares, los grupos de la delincuencia organizada no podrían operar ni se habrían apoderado de amplias franjas territoriales del país.
Esa connivencia con la delincuencia quedó trágicamente retratada en un episodio que nunca ha sido explicado oficialmente de manera satisfactoria: el 7 de noviembre de 1991 –era el sexenio de Carlos Salinas de Gortari-, en un paraje conocido como “La Piedra” de la congregación Llano de la Víbora del municipio veracruzano de Tlalixcoyan, aterrizó de emergencia en una pista clandestina una aeronave procedente de Colombia cargada de cocaína, misma que era perseguida por elementos de la hoy extinta Policía Judicial Federal.
A pesar de que la aeropista estaba acordonada ya por soldados del ejército mexicano, los delincuentes que venían en la avioneta se lograron dar a la fuga. En cambio, al aterrizar los judiciales –adscritos a la Procuraduría General de la República, encabezada en ese momento por el político pozarricense Ignacio Morales Lechuga- fueron recibidos a balazos por los militares, con un saldo de siete policías muertos que, de acuerdo con versiones extraoficiales, recibieron el tiro de gracia. La versión oficial de los hechos fue la de una “confusión”.
En las dos administraciones federales anteriores a la actual el ejército adquirió un protagonismo especial en la estrategia de seguridad. Con Felipe Calderón Hinojosa, los soldados fueron enviados a librar la llamada “guerra contra el narcotráfico” con la que el entonces presidente panista buscaba legitimarse en el poder y que provocó una ola de sangre de más de cien mil muertos y un país convulso.
A su vez, en el sexenio del priista Enrique Peña Nieto se continuó con una estrategia similar aunque menos publicitada mediáticamente. Fue precisamente el ahora preso Salvador Cienfuegos quien, en su calidad de secretario de la Defensa Nacional, promovió la Ley de Seguridad Interior para darle un marco legal a la intervención de las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública, iniciativa que fue rechazada rotundamente por la izquierda partidista que, contradictoriamente, justificaría una legislación idéntica en el siguiente sexenio, el de Andrés Manuel López Obrador, quien ha empoderado el ejército como ninguno de sus antecesores en la Presidencia de la República.
No solo les dio a los militares el mando de la Guardia Nacional, un cuerpo de seguridad supuestamente civil, sino que les ha entregado obra pública –como la de la construcción del aeropuerto de Santa Lucía-, les otorgó el mando de los puertos y aduanas y los ha proveído de recursos multimillonarios a través de cuatro fideicomisos –instrumentos financieros que el propio presidente ha calificado como “corruptos”-, en los que las fuerzas castrenses disponen al momento de 31 mil 980 millones de pesos, de cuyo destino no rinden cuentas a nadie.
Tras la detención de Cienfuegos, los voceros lopezobradoristas se lanzaron a señalar este caso como prueba de que en México “operaba” un “narcoestado”…sin querer recordar, “convenientemente”, que precisamente hace un año el actual presidente dio la orden de liberar al presunto narcotraficante Ovidio Guzmán, hijo del capo Joaquín “El Chapo” Guzmán, tras el fracaso del operativo militar que había llevado a su captura, lo cual significó una humillación sin precedente para el Estado mexicano y abonó a las suspicacias sobre la relación de la administración de la “cuarta transformación” con el cártel de Sinaloa, avivadas más tarde por el propio López Obrador con su saludo personal a la madre del narcotraficante más poderoso de la historia de México.
La aprehensión de Salvador Cienfuegos responde más a la agenda interna que a la exterior de los Estados Unidos, donde habrá elecciones presidenciales el primer martes de noviembre. Y más allá de la versión oficial de que las autoridades norteamericanas habrían “avisado” con antelación al presidente de México sobre la intención de detener al militar –inverosímil, pues se llevó a cabo en territorio estadounidense-, este golpe ha colocado en un brete a López Obrador en su relación con el ejército, cuyos altos mandos –incluido el actual secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval-, fueron cercanos colaboradores del hoy defenestrado ex titular de la Sedena.
¿Se atreverá a investigarlos? La respuesta, a la luz de las concesiones a los militares en la “4t”, parece obvia.
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