El lastimero espectáculo que vemos todos los días alrededor de la procuración e impartición de justicia en México solo nos confirma la debilidad del Estado de Derecho y el absoluto desprecio por la legalidad que priva en tiempos de la llamada “cuarta transformación”.
Un ejemplo de ello es la pantomima legal en la que se ha convertido el caso de Emilio Lozoya Austin, ex director de Pemex del sexenio de Enrique Peña Nieto. Desde el principio, el proceso ha estado plagado de irregularidades, contubernios y complicidades en un asunto en el que lo que menos importa es la búsqueda de la justicia, ya que en realidad lo que quieren es sacar raja política de lo que diga, con pruebas o no, el ex funcionario.
El mismo hecho de que Lozoya no haya pisado la cárcel en ningún momento desde su llegada a México –asumiendo que sí se encuentre en el país, pues no hay una sola imagen suya que lo pruebe-, y que ni siquiera tenga que presentarse a firmar su libertad bajo caución al reclusorio y se le permita hacerlo por vía remota, son indicativos del pacto de impunidad que hizo con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador a cambio de “despepitar” en contra de quien le digan, aun cuando sus meros dichos no representen en sí una prueba sólida para emprender acción legal alguna. Y de que varios de los delitos que menciona ya habrían prescrito.
No solo eso. El que la misma autoridad, la Fiscalía General de la República, se dedique a difundir -en voz de su titular Alejandro Gertz Manero- los pormenores de las declaraciones de Lozoya, con nombres y apellidos, implica una violación al debido proceso que vulnera la presunción de inocencia y la secrecía de la investigación judicial. Por menos que eso se cae cualquier caso de raterillos comunes en un juzgado.
Queda de manifiesto que el verdadero objetivo no es hacer justicia ni castigar la corrupción –que sin duda la hubo y a gran escala- del sexenio de Enrique Peña Nieto, sino utilizar el escándalo mediático para intentar sostener la imagen y popularidad de un gobierno timorato, incapaz, que ha sido trágicamente rebasado por la pandemia –prácticamente 54 mil muertos al corte del 11 de agosto por la noche- y al que lo único que realmente le importa es aferrarse al poder como sea, para lo cual acude al uso de la propaganda de forma indiscriminada, al grado de torcer la legalidad.
Y cuando la cabeza está podrida, lo demás se descompone por añadidura. Desde hace meses en Veracruz no solo se vive un vacío absoluto en la impartición de justicia, sino que hemos sido testigos de uno de los episodios más vergonzosos de la historia del Poder Judicial del estado, vulnerada su autonomía por los juegos de poder de varios trogloditas de “cuarta” que buscan hacerse de su control colocando alfiles, cómplices, parientes y golpeadores en los diferentes órganos del Tribunal Superior de Justicia, prácticamente a punta de chingadazos.
El más reciente desliz fue la destitución ilegal de varios magistrados por parte del Congreso del Estado. A pesar de que aquellos obtuvieron sendos amparos contra esa decisión arbitraria, los diputados locales desacataron la resolución de la justicia federal y nombraron sustitutos. Ahora un juez ordenó la inmediata reinstalación de uno de los afectados –y se espera que en los días por venir suceda lo mismo con los demás-, la cual debe darse en un plazo máximo de diez. De lo contrario, un nuevo desacato haría a los legisladores acreedores a penas de entre tres y nueve años de prisión, su destitución e inhabilitación para ocupar cargos públicos.
Y en esas manos está la ley.
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