A mi padre, Manuel Ramos Gurrión,
a dos años de su partida.
“Sé siempre institucional; todo lo consultas a tus superiores y, cuidado con perder el piso”. Algo de lo mucho que le aprendí a mi padre, uno de los políticos más profesionales, institucionales, efectivos y disciplinados que hasta hoy he conocido.
Respetar y trabajar, sobre todo, para las instituciones; saber que una persona servidora pública se debe a la sociedad y que nadie se manda sola, hay jerarquías; tener claro que el poder, en cualquier dimensión, es temporal y también que, puede envenenar al ego para exaltarlo, por tanto, la humildad, la honestidad, el profesionalismo, la disponibilidad, son las claves de la congruencia en el poder y en la política.
Sin nublarme en el sentimiento, el análisis objetivo supera la afirmación anterior. Y hoy, mucho más que antes, cuando de esos políticos y políticas, ya no se encuentran tanto en nuestra vida institucional y a todo nivel. “Ya de ésos, no hay”, dicen algunos con amargura y sin remedio.
Otros, otras con un tono de molestia afirman que, a estas alturas, pulula improvisación, marketing electoral, politiquería, ignorancia; concluyen que hoy, ya no se respetan las formas, ya no hay políticos y políticas de carrera.
Cierto es que hay añoranza por la política profesional, pero aquella, como todo lo que se desgasta en el tiempo y bajo las tentaciones humanas, quedó desprestigiada en las formas.
Pareciera que la política, la que implica cultura política, es decir, la definición simple por el servicio a la sociedad y por el arte de la negociación y el acuerdo, dejaron precisamente de ser eso: una cultura y una vocación. En los últimos tiempos, la política, el servicio público, el oficio político son cautivos del hay oportunismo, ocurrencias, ambiciones, simulación y manipulación. Mucho discurso y poca congruencia en las acciones.
Y de repente, trascendiendo su generación, uno de aquellos que queda por ahí, Porfirio Muñoz Ledo, hace uso del Twitter para recordarnos que, en la política, la forma es fondo, como lo acuñó Don Jesús Reyes Heroles y que el Estado, la República, la Democracia, la Constitución y las Instituciones, existen, además y por encima de la voluntad de una sola persona; que fueron edificadas y deben fortalecerse en sus capacidades, para cimentar y afianzar al Estado.
Así lo ha demostrado la historia nacional que se escribió con la sangre y la lucidez de quienes construyeron lo que hoy tenemos, para vacunar al Estado contra la verticalidad unipersonal excesiva.
La República no pertenece a una sola persona, aquello del “État c’est moi”, se superó con la Revolución Francesa y nunca debe de olvidarse.
Sin embargo, la misma historia nos recuerda que este país se ha construido en base a liderazgos sociales y políticos que ha abanderado un hombre y muy pocas mujeres y, su grupo cercano y que, por cultura, por orígenes, a las y a los mexicanos, en mayorías, les gusta, les llega, la idea del líder fuerte, del hombre de Estado (todavía no, de una mujer de Estado).
DEL PRESIDENCIALISMO
Un personaje que prefieren ver como un iluminado que se supone, debe saber más que el resto; que les proteja y guíe; que les resuelva la vida y a quien le han otorgado el grandísimo poder de ser el capitán del barco; el hacedor de nuestro destino.
El Presidente de la República, es concebido como un mexicano excepcional y por encima de todos porque, aunque es un ciudadano con derechos y deberes igual que nosotros, ostenta responsabilidades y facultades constitucionales, que asume tras haber sido electo por la mayoría de la voluntad popular.
Es quien nos representa y quien encarna al gobierno, a la República, a la Nación y, por eso es que su investidura, como la Bandera, el Escudo Nacional y el Himno Nacional, es emblema de México, donde vaya y donde esté.
Esta es la efigie de nuestro sistema presidencialista, cincelado en las décadas posrevolucionarias del siglo pasado que, además se sostuvo por más de 70 años, al mando, gracias a la efectividad del aparato político, de organización y movilización que fue el PRI, el Partido hegemónico, acepción de Sartori o el Partido de Estado, -como el PCUS en la URSS, según la izquierda mexicana- y que, al cabo de décadas y décadas, sucumbió por sus propias contradicciones, mañas, vicios, corrupción y abusos, propios del desgaste del ejercicio del poder y del derrumbe de la fascinación del personaje principal.
Lo que hemos de reconocer es que las y los revolucionarios institucionalizados desde 1929, nos legaron las instituciones que hoy tenemos y que, en el camino se han ido transformando, creando, creciendo para nacer el Estado Mexicano moderno que todavía poseemos y que, con todo, hasta hace poco funcionaba y más, era reconocido y respetado en el mundo.
Una de las grandes instituciones que aportó nuestro sistema político, es la Presidencia de la República y se materializa en el estilo, personalidad, trayectoria de varios héroes y líderes que hoy glorificamos como Juárez, Carranza, Calles, Obregón y Cárdenas y, también de los que vinieron después, abollados o caídos de la gracia del pueblo.
Ellos, todos los expresidentes posrevolucionarios y luego priistas, crearon el Presidencialismo a la Mexicana, tan estudiado con interés en el orbe y, al paso de los sexenios y sus legados, para bien y para mal, agregaron el condimento para denominar lo que hoy conocemos y gracias a Sartori, el Sistema Hiperpresidencialista o Supra-presidencialista –que prácticamente se asentó con toda su majestad, en el periodo de Miguel Alemán-.
Concepto con el cual definimos al Sistema Político donde un solo hombre comanda el Poder Ejecutivo, frente a los otros dos Poderes que, durante la etapa priista con mayoría en ambas Cámaras y con aliados y afines en el Poder Judicial, hicieron de la docilidad y del desequilibrio, la costumbre. El Sistema en el que el Presidente ejerce, facultades metaconstitucionales, – es decir por encima o por fuera de la Constitución –y a quien todos y todas obedecen, alaban, se “cuadran” sin remilgar, ni rezongar.
DEL HIPERPRESIDENCIALISMO
El Hiperpresidencialismo se evidencia también, cuando la crítica periodística y la oposición son denostadas, agredidas, descalificadas desde el poder máximo; cuando la parafernalia para “honrar” al Presidente, se convierte en una solemnidad casi faraónica y donde toda decisión, acción, dependen de la voluntad de un solo hombre.
No repetiré lo que Enrique Krauze, historiador excelso, escribe y describe en “La Presidencia Imperial”, que recomiendo releer en el contexto presente, para entender nuestra vida política pasada, presente y futura.
Nadie puede sustraerse del encanto, fascinación, respeto rígido y curiosidad y tampoco del miedo, recelo, desconfianza, descrédito y hasta odio que siempre entraña la figura presidencial, hecha hombre.
Alguna vez alguien dijo que, en México, el síndrome cultural y psicológico que genera la idea del Gran Tlatoani, nos condena para siempre a buscar ese superhombre, ese ser sobrenatural que debe ser amado o temido como un papá grande, un rey, un emperador, un gran señor, un dios.
Pero este personaje que materializa a la institución presidencial, también puede ser el tiro al blanco de dardos muy filosos. De repente el dios es el diablo mismo, el más sucio mentiroso, corrupto, ratero o el más torpe. Se convierte en el culpable de todo lo malo que nos pasa, de todo lo que no sirve, se excede o no funciona. De todo lo que no se hizo, se hizo mal, se robó, se perdió, se arruinó. De todo tiene que ver el Presidente de la República, para bien o para mal.
Otra de las características del Hiperpresidencialismo es un asunto delicado y sustancial para la República. Hasta 1994, el Presidente de la República, designó a su sucesor, en una especie de transmisión del poder, por herencia, lo que dio pie al mito de “El Tapado” y del “Dedazo”.
Afortunados quienes eran elegidos por “El dedo del Señor”, para ser el siguiente Tlatoani, para llegar a gubernaturas, candidaturas de representación popular, puestos de dirigencia en el partidazo y en todo espacio donde el Presidente dejaba sembrados a sus alfiles de los que esperaba lealtad y gratitud. Muchas historias se han escrito del ritual de la unción de tapados y destapados.
La imaginación, desatada por la discrecionalidad del rito, podía hablar de indicaciones, condiciones, compromisos que jamás sabremos con certeza. Recuerdo que un político experimentado alguna vez me alumbró la duda: “Cuando te llaman a Los Pinos, es de dos: o para decirte que vas o para ordenarte que te aguantes”.
Siendo el rasgo más distintivo del cúmulo centralizado, unipersonal, vertical y arbitrario del poder y la decisión más difícil de un Presidente en México, bajo el sistema hiperpresidencialista, la sucesión sexenal se volvía la quintaesencia de la veta casi sobrehumana del Jefe de las Instituciones que, así garantizaba “la transmisión pacífica del poder”, pactaba su supervivencia, su impunidad, su “intocabilidad”, una vez fuera.
Además del panorama y recomendaciones, aseguraba la pensión vitalicia y se comprometía a la regla no escrita de no meterse, ni opinar sobre asuntos del país, en el sexenio del siguiente. Aceptaba el bozal a cambio de privilegios eternos.
Todos los Presidentes de México fueron poderosísimos en el Hiperpresidencialismo. No sólo dominaban la escena pública. También le rendían sus correligionarios, empleados, gabinete y demás adeptos cercanos, porque tenía en sus manos, sus vidas, información detallada de sus andanzas, amarres, excesos, de la moral, de la familia, de sus conectes. De todo sabía el Presidente y todo podía molestarle.
Así, todas todos sabían a quién debían agradecer. Todo se lo debían a él.
Era desfogado el acarreo, la logística, la alabanza si entregaba obras, beneficios, si anunciaba proyectos en provincia. Se le gratificaba fervorosamente como si concediera un gran favor, aun fueran éstas, acciones básicamente parte de su deber y obligación. No. Eran obsequios al pueblo desde su voluntad máxima.
Y pese a que, desde 1977, el propio PRI abrió los espacios para la Representación Proporcional en el Congreso, con la reforma electoral del ese tiempo, para dejar entrar a la oposición, porque “ lo que resiste apoya”, es decir, la crítica de la oposición, legitima y los hacía ver menos autoritarios y algo democráticos, las ceremonias y el dominio del poder seguían siendo privilegio del Presidente hiperpresidencialista y de su partido hegemónico.
En nuestra concepción, este señor elevado en dios o en demonio, siempre fue priista hasta el año 2000, cuando llegó la alternancia electoral que sacó al PRI de Los Pinos.
DEL ÚLTIMO HIPERPRESIDENTE PRIISTA
Se coincide en que uno de los emblemas más típicos del Hiperpresidencialismo fue el periodo de Luis Echeverría, adicionando el Populismo a todo vapor, aunque los dos siguientes presidentes, José López Portillo, el seductor cultísimo y Miguel De la Madrid, acartonado y culto también, lo ejercieron tal cual en formas y estilos distintos.
Se coincide que Carlos Salinas de Gortari fue el último Supra-Presidente que hizo uso y abuso de las facultades metaconstitucionales, como la de la sucesión que, en su sexenio dio dos candidatos -Colosio y Zedillo- y un tercero en discordia en el camino, al que traicionó, -Camacho Solís, el creador del Grupo Compacto que llevó a Salinas al poder-.
Salinas centró en su persona todo el poder que no logró en las urnas, porque, hoy se sabe, él no ganó la elección del 88; ejerció el Hiperpresidencialismo a todo motor. Quitó y puso a gobernadores, regaló gubernaturas a la oposición, -la del 89, en Baja California-; inauguró lo que se llamaron las concertacesiones con el PAN, su aliado para reformar la Constitución.
No se le regatea a Salinas la “modernidad” en la que insertó a México. Creó el órgano electoral ciudadano, antes IFE hoy INE; se ostentó como el Gorbachov mexicano, al transformar a la República laica para reestablecer relaciones con el Estado Vaticano; innovó con los programas sociales Solidaridad, alterno al PRI y la secretaría del ramo.
Desplazada la clase política tradicional de la que desconfiaba y que le tenpia terror al Presidente, entronó a los tecnócratas que usaron al PRI como agencia electoral del gobierno -como siempre lo fue-. Ni duda que Salinas ha sido el Presidente mejor preparado, el más pragmático, el más brillante, el más maquiavélico, en la acepción perversa del calificativo. Quería pasar a la historia como un gran Estadista, pero conocemos el derrumbe de su mandato al final.
Se quedó para siempre como el “genio maléfico” en la conciencia social, como el Presidente más repudiado, más caricaturizado y odiado hasta el día de hoy.
Pero del Salinato, se gestó y creció, la aspiración desde la izquierda, por la necesidad de la transición democrática, que lo es, sólo porque se vive en algo parecido a una dictadura.
Y esta meta que dio paso a una gran batalla política y electoral, la abanderó precisamente la izquierda y la franja ex priista que salió del partido hegemónico en el 87 y que, en ese sexenio nació al PRD en 1989, como el partido multi-tribus, del pueblo pobre, despojado y engañado, sí, pero sobre todo, el partido anti-Salinas, el partido anti-autoritarismo, el movimiento social que agrupó diversas corrientes de izquierda que, en resumen, peleaban contra el hiperpresidente y contra todo lo que eso significaba.
No obstante, el repudio a Salinas, el asesinato de Colosio, dicen los analistas, salvó al PRI, en las elecciones federales de 1994, lo que es cierto, la gente salió a votar por millones, los priistas estaban espantados, pero más, el pueblo.
Zedillo, el bateador emergente, sin partido, tecnócrata, autoritario en seco, afirman los priistas, los traicionó: En 1997 ordenó y esto me consta, el repliegue priista ante el asalto perredista en la elección del Jefe de Gobierno del D.F. –“Aguántense como machitos y no hagan nada”, fue la orden del Presidente del PRI-DF, a la militancia denunciante de cochupos izquierdosos que robaban y metían sus votos en las urnas.
DE LA ALTERNANCIA EN LA MISMA SILLA
La joya fue la elección del 2000 en la que los mismos sostienen que este gris personaje quiso pasar a la historia como el gran demócrata y al ver mínima diferencia entre primero y segundo lugar, decidió entregar el poder al PAN, marcando la primera alternancia electoral que no política, menos de cambio sistémico, en el país.
El nuevo Tlatoani con distinto logotipo, llegó desfachatado; traía botas vaqueras, era divorciado, hablaba peladeces y no respetaba formas republicanas -conductas impensables en los tiempos rigurosos y simuladores del PRI-.
Era más pueblo que el “Pelón”; que el relevo malhumorado y tieso que fue Zedillo, un absoluto anti-priista. Ya no era tricolor su investidura, sino azul y bastante rupestre, pero al final, fue tan presidencialista como sus antecesores.
No pasaría mucho tiempo antes de que las y los mexicanos nos diéramos cuenta que, pese a que, el Presidente Fox no era priista, sucumbía a las mismas formas, excesos, lujos, mentiras, corrupción, opacidades y demás parafernalia de los Uno’s tricolores que orgullosamente bravucón, sacó de Los Pinos.
La novedad en su mandato es que compartió el poder con su pareja, -dicen los clásicos del Presidencialismo que, el poder no se comparte-; que por vez primera tuvo un Congreso federal opositor, -hecho que paralizó iniciativas legales importantes, pero pudo más el interés de partido que, el interés nacional-.
Sin embargo, algo que se le reconoce es que fortaleció o por lo menos no trastocó, a las instituciones estratégicas para sostener la macroeconomía del país que, con todo y la decepción de sus votantes, los escándalos de las toallas presidenciales, los corruptos hijastros, siguió creciendo.
Con el PAN en la Presidencia de la República, la alternancia electoral nos dejó un testimonio claro: La institución presidencial en México, da libertad a sus representantes de imprimir su estilo personalísimo de gobierno, pero en el fondo y en las formas, se ejerce con lo mismo, con todo el poder y con todo lo que eso puede significar para bien o para mal.
En el 2006, tras una elección cuestionada, sucia, dudosa, el PAN repite y conserva el poder presidencial, pero llega herido por la división y las ambiciones internas. Fox no pudo imponer a su sucesor, fue el partido el que decidió, lo que es positivo en cualquier sistema democrático de partidos, – que en México no existe-, pero encumbrado en la silla del águila, quiso ejercer esa facultad metaconstitucional que no pudo concretar.
El PAN bronco se quedó fuera por el PAN adoctrinado y pese a que Calderón fue más político, más conciliador con la oposición, que no con la izquierda lopezobradorista que ya tenía su proyecto alterno al PRD y que lo aborrecía por haberle ganado la elección, su sexenio se cubrió de sangre con la guerra sin estrategia, ni previsión, ni dimensión que desató contra el crimen organizado.
Desde mi perspectiva, no puedo afirmar que Calderón ejerció la presidencia con tintes ultras, pero sí con autoritarismo, aunque intentó ser o parecer más democrático y respetuoso de las oposiciones y contras, quizá por esto, el pueblo añoró a un presidente fuerte, popular, carismático, líder admirado, perseguido, que refrescara la imagen del país en el exterior.
Alguien que pudiera gobernar con el Congreso afín, para avanzar reformas pendientes, anquilosadas por el constante golpeteo entre partidos, en el sexenio foxista.
Considero también que las y los votantes se decepcionaron con el PAN al mando, por los pleitos internos, las muertes y desapariciones, las ejecuciones, la crudeza del sexenio de Calderón, enfocado en destapar las cloacas del crimen organizado y toda la mugre que salió de estructuras de gobierno coludidas.
Esta fue la marca, pese a que, algo le debemos. Fue en su sexenio, en el 2011, en el que se elevaron a rango constitucional los Derechos Humanos, pero contrariamente, no logró asentar certezas de un futuro en paz, por esto, el electorado optó por devolverle al PRI, la oportunidad de reivindicarse, quizá pensando que era mejor, “malo por conocido que, bueno por conocer”.
Así, en el 2012, la izquierda se volvió a quedar en el camino, con su nuevo tlatoani, ya sin Cárdenas, el líder moral desinflado, ante el otro eterno candidato, uno mucho más seductor y más temerario que jamás se separó de su discurso contra la corrupción, la impunidad, las desigualdades, la pobreza, el saqueo y la violencia. Todos estos flagelos presentes y crecientes en los sexenios anteriores, priistas y panistas.
Un elemento que vale mucho resaltar de los 12 años de la Presidencia azul, es que, pese a que en los tiempos del priismo al mando central, ya las alternancias eran reales en gobiernos municipales y estatales y, la competencia electoral, las instituciones ciudadanas y autónomas creadas y en proceso, daban cierto equilibrio en la correlación de fuerzas y en la acotación al poder hiperpresidencialista, éste buscó, como el virus que padecemos, su refugio para no fenecer y se fue a los estados y a los municipios para ahí, seguirse reproduciendo.
De esta forma, si bien Zedillo, Fox y Calderón, fueron presidentes limitados solo a sus funciones constitucionales, cercados por Congresos plurales donde ningún partido tenía mayoría absoluta y sí mucho debate, negociación y chantajes, las formas hiperpresidencialistas, se volvieron la cotidianidad en los estilos, parafernalia, abusos, exuberancias, mañas y vicios en los estados de la República.
DEL HIPERPRESIDENCIALISMO EN LOS ESTADOS
Así las y los gobernadores, en mayoría, se convirtieron en los nuevos tlatoanis locales, en jefas y jefes de sus partidos, en los decisores de sus sucesores y en los virreyes o señores feudales, como alguna vez los llamaron las y los críticos expertos, para hacer y deshacer en sus entidades. Incluidos las y los alcaldes que hicieron lo propio.
Ahí están los casos más conocidos, Fidel y Duarte acá; los Moreira, los Borge. Varios de todos los colores y logotipos, ante la ausencia de un poder hiperpresidencialista que los “controlara” o los sometiera, reciclaron el Hiperpresidencialismo en la periferia.
Hicieron valer su confederación nacional, germinada en el sexenio foxista, proyecto del que me honro en haber sido coautora, que en síntesis se creó para hacerle contrapeso al Presidente y que, en lo subsiguiente lo logró, pero jamás fue el objetivo, fortalecer a ciegas o consentir, formas, conductas, delitos, excesos, autoritarismo vertical y arbitrariedad de las y los gobernadores en sus estados.
LAS TENTACIONES DEL NEO-HIPERPRESIDENCIALISMO
Peña fue el colmo de una pretendida regresión al Hiperpresidencialismo. Su sexenio fue más la añoranza de volver al pasado, sin tener todo el poder para lograrlo, pero sí las herramientas y los viejos hábitos que se evidenciaron en la corrupción, farsa, impunidad, abusos, complicidades, otra vez recicladas, pero en un contexto social y global que le saldría muy caro a él a su grupo y a su partido ya no hegemónico.
No supo y no le ayudaron sus compinches a entender el momento del proceso histórico que le tocó y toda una montaña de torpezas y agravios a la Nación, hundieron para siempre al PRI, empezando por la propia desolación de la militancia priista.
Estoy convencida de que tras los escándalos terribles, como la Casa Blanca, la segunda fuga de El Chapo, el pésimo manejo de la desaparición delos Normalistas de Ayotzinapa, más la exhibición grotesca de los abusos de poder que ejercieron, ordenaron y solaparon tanto el Presidente Peña Nieto, como los gobernadores priistas y algunos panistas y alcaldes de otros partidos, que fueron de dominio público en su sexenio, Peña, -el sepulturero del PRI, no entendió que reproducir lo detestado por décadas, era la tumba de su partido-.
Peña no hizo más que encubrir a sus aliados y omitir acciones. Fue exhibido él mismo como un gran corrupto y una gigantesca decepción, llevó al pueblo, a los sectores sociales y productivos, a las y los votantes a reconocer que, si bien les gusta tener un presidente o gobernante fuerte, un carismático neo-populista, un guía, buen orador, con personalidad, con presencia, con conocimiento; que si les seduce un líder que abre brecha entre multitudes como un rey, un dios, un iluminado, tampoco quieren ni consienten, el atropello cínico y burdo del poder concentrado a esa dimensión.
El sexenio de Peña Nieto fue el de la simulación, la corrupción cínica y del desaliento de México, como lo escribió Krauze.
DE UNA PRESIDENCIA NO HIPERPRESIDENCIALISTA
En otras palabras, las y los mexicanos quieren un Presidente poderoso pero acotado en sus funciones; más honesto, más sincero, más democrático, más igualitario con las mujeres, más respetuoso y republicano, más político para escuchar y generar consensos y más honorable y creo, más poderoso, para imponer el orden, la ley y la paz pero, siempre limitado en sus acciones y cercado en sus facultades constitucionales.
Un emblema que habla e inspira, que da confianza y certidumbre pero que no trasgrede a las instituciones, sino trabaja para reforzarlas, mejorarlas, ajustarlas a la realidad y necesidades presentes.
Creo que la orden de la voluntad ciudadana de hace dos años, fue un llamado a recomponer al país, a sanearlo de lo arcaico y derruido, de lo sucio e inoperante para también reformar al sistema político hiperpresidencialista y volverlo un sistema, sí, presidencialista, pero más democrático, honrado y eficiente.
Fue un grito mayoritario de cambio para avanzar sobre lo edificado, para aprovechar lo mejor, corregir y modernizar, pero lejos de los autoritarismos, intolerancias, confrontación y farsas de lo vivido, porque de lo contrario, sería una regresión al pasado autoritario y vertical, que hoy, así, nadie en México quiere volver a padecer.
A estas alturas, las y los mexicanos jóvenes en los 60’s y los 80’s, ya hemos vivido las fases de la construcción de nuestra democracia en ciernes, en ausencia y en simulación, que siempre ha estado condicionada a un sistema presidencialista que acepta la supremacía de una persona sobre las demás.
Fuimos testigos y actores de este proceso que no termina, que ha tenido caídas, paradas, atrasos, avances, logros y que sabemos, puede tener retrocesos lamentables y desafiantes.
En esas décadas, fue la izquierda y el ala centro progresista del PRI, quienes luchamos contra los vicios y excesos del Supra-Presidencialismo, que se negaba a escuchar, a ver a reconocer la pluralidad política y la diversidad cultural de México, insertado en un mundo donde la democracia, los derechos humanos, la gobernabilidad, la no corrupción, la no impunidad y las elecciones libres, eran el boleto de entrada a la membresía de los organismos internacionales y a la sociedad global, más interdependiente para crecer exitosa y vencer retos comunes.
Las y los jóvenes del 2000 para acá no han vivido esos ritmos de nuestro sistema presidencialista, ni en su estatus hiper, ni en su etapa acotada, pero están más informados y tienen más herramientas para forjarse una opinión y una postura política.
No creo que quieran monarcas, ni siervos ni bufones, tampoco mediocres o mentecatos al mando, quieren a un líder político democrático, un administrador eficaz y un servidor honesto.
Saben la diferencia entre una democracia y una dictadura; saben, por libros y textos, que la etapa del partido hegemónico o Partido de Estado y del Hiperpresidencialismo, al estilo Salinista, el más reciente, está superada en México y puede ser que vivan y padezcan sus tentáculos en sus estados y municipios, porque los excesos y abusos del poder unipersonal persisten en nuestro sistema que, hasta hoy nadie ha logrado, aunque se ha querido antes, reformar.
DE LA REFORMA AL SISTEMA
Desde el Salinato y después en el Foxismo, varios grupos de políticos e intelectuales propusieron la Reforma del Poder o la Reforma del Estado, para transitar a un sistema semipresidencial, parecido al de Francia, por ejemplo.
Hoy, que se ha puesto de moda revivir el legado de los héroes y heroínas de la historia nacional y a los enemigos, traidores y simuladores de la historia reciente, cabe la perspectiva del origen, sin perder la visión amplia del panorama actual.
Vale la comparativa histórica pero actualizada a los tiempos, a los equilibrios de poder en el mundo, en el estado, la comunidad y en el país y a los retos que hoy, ahora, nos tocan superar y vencer.
Después de la dictadura, vino la Revolución y de ella, la institucionalización que derrapó en el Supra-Presidencialismo nacionalista, luego, en el político-neoliberal social, luego en la fase tecnócrata apartidista, después vino la alternancia electoral que no garantizó la consolidación de la democracia, pero se caminó un poco más y hoy, sigue siendo la meta hacia adelante, jamás para atrás.
DEL RIESGO DE LA REGRESIÓN AL HIPERPRESIDENCIALISMO
Del exorbitante Hiperpresidencialismo de los 90’s, surgió la contraparte que lo combatió durante más de 30 años y que lo derrotó, hasta lograr el poder que hoy tiene. Pero la crónica del pasado nos ha dejado la lección de que tanto poder puede obnubilar, marear, hacer enloquecer, sentencian los clásicos.
Por esto, intentar resucitar al Hiperpresidencialismo, sería no sólo una incongruencia histórica, sino un grave error, que nos regresaría al punto cero que no queremos repetir.
Por esa razón, la clave para cimentar una verdadera transformación histórica de nuestro sistema y régimen políticos, como se ha prometido y se remarca, es seguir el ritmo natural de la historia en espiral y no en reversa. Y la historia política contemporánea de México se centra en una meta: Consolidar nuestra democracia, el antídoto a toda pretensión del poder centralizado y excesivo del Hiperpresidencialismo.
Creo que estamos en este dilema: Si avanzamos hacia la concreción democrática en nuestra vida y sistema político o si retornamos al pasado.
Disyuntiva que no debería ser así, porque la izquierda que hoy gobierna, decide e impone por mayoría luchó, criticó, repudió durante 31 años, ese sistema Supra-Presidencialista, que pareciera querer volver a instaurar.
Considero que no podemos sucumbir en el análisis, ni en las acciones para remontarnos al duelo superado entre el conservadurismo y el liberalismo del siglo XIX. Eso ya se superó. Tampoco podemos observar la realidad, ni conducirnos en parámetros duales o maniqueos que nos lleven a definirnos como buenos y malos, morales o inmorales, creyentes o ateos, pecadores o inocentes. La cuestión va más a lo profundo del sistema político.
La pluralidad de México en todo ámbito es un mosaico y tiene matices y voces diversas que jamás pueden encasillarse, porque eso sería alimentar la intolerancia y la exclusión. Por tanto, lo que parece dibujarse es una batalla, que ya se peleó y se ganó, entre quienes quieren vivir en un sistema de vida democrático y apegado a la Constitución o en uno centralizado y autoritario. Cuidado.
El Presidencialismo mexicano moderno de este siglo tiene suficientes elementos para redefinirse innovador y eficaz, creíble y legítimo; tiene leyes, instituciones, estructuras para cimentar los cambios para perfeccionar y mejorar, no para retroceder y destruir.
Coincido con millones en que todos exigimos combatir y desterrar los males del excesivo poder presidencial que durante décadas han minado o entorpecido el avance del país. Nadie opta por la corrupción, la mentira, el robo, la impunidad, ni la pobreza, pero las formas, las decisiones, los discursos y las incongruencias para abatir y eliminar estos flagelos, herencias del Hiperpresidencialismo, nos dividen y contrastan peligrosamente. Se siembra la enemistad y el resentimiento social que polariza en vez de unir y sumar.
Por lo anterior, considero que la verdadera disyuntiva está en si queremos avanzar más hacia la democracia o si volvemos al Hiperpresidencialismo. Si queremos a un Presidente que consensa e incluye o que impone y somete; al que sabe y abusa o al que no sabe y se excede.
Por tanto, pretender ejercer el poder público tal como en los 70’s o como en los 90’s, es decir con un Hiperpresidencialismo populista, duro, personalizado, negado a la crítica, a generar consensos y acuerdos y además, sin conocimientos profundos y certeros de las estructuras e instituciones, no resolverá ninguna de las deudas sociales que prevalecen.
La solución, desde mi perspectiva, es ejercer, a la letra, un Presidencialismo Constitucional, apegado a lo que dicta la Carta Magna que, también debe actualizarse acorde a las necesidades y demandas sociales, a las relaciones internacionales y a la correlación y equilibrios de poder en el mundo de este siglo, para avanzar más.
Esta es la hoja de ruta del poder público en México y el sello de la espiral histórica de la República para continuar el avance, el crecimiento, el desarrollo y rescatar el liderazgo mundial y respeto del orbe.
La verdadera transformación está en la reforma del sistema político, desde las estructuras, concepciones y conductas, donde el Supra-presidencialismo desaparezca en las formas y en el fondo y se pueda avanzar hacia un sistema presidencialista más democrático, incluyente y eficaz, en el que, el Presidente coordina, dirige y consensa para unir, siempre dentro de las fronteras de la Ley, sometido a la voluntad y decisión de las y los gobernados y, apoyado por las instituciones que también deben sanearse y robustecerse.
Ahí está el cambio real. De otra manera, no habrá más mutación que la involución.