En estos días de cuarentena se recomienda constantemente la lectura como la gran aliada contra el estrés que provoca el encierro, y así ha sido para muchos. Lamentablemente no es una opción para quienes no tenían el hábito de la lectura, pero sin duda hay que hablar de que se reconoce esto para recomendar la entrada al maravilloso universo de las letras. Con internet, los usuarios pueden leer más o menos, es una elección. Si posteo un meme es posible que tenga más reacciones que si comparto un artículo de algún diario, pero nunca es tarde y el próximo 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, mismo que podemos festejar a puerta cerrada.
Las historias de amor entre las personas y las letras casi nunca ocurren en la escuela. Seguramente las habrá, no lo dudo, ojalá tenga que retractarme porque me llegue un alud de mensajes contradiciendo esta afirmación. Me dará gusto. No es mi caso y tampoco lo ha sido el de algunos escritores famosos que nos han contado cómo descubrieron y se hicieron ciudadanos de la República de las Letras.
Sartre narra en Las palabras la importancia de la biblioteca de su abuelo y cómo comenzó a leer desde los cuatro años. Henry Miller hace una historia maravillosa en Los libros en mi vida. La gota de agua nos deja ver cómo el pretexto de un desperfecto doméstico llevó a Vicente Leñero a escribir esta deliciosa novela, sin más ambición que narrar una cotidianeidad de forma extraordinaria. Jorge Ibargüengoitia creía que sería ingeniero y terminó siendo una gran figura de las letras mexicanas. O José Agustín que se presentó a un examen de primaria con El muro de Sartre bajo el brazo, pero para entonces ya había leído todo Chéjov y a varios autores más.
A mí me gustan esas grandes historias, pero también las que me cuentan los lectores comunes, los que no aspiran a ser escritores sino buenos lectores. Rafael Figueroa entró a la literatura por el mundo de los cómics. Leía las biografías de Historias extraordinarias, Supermán, Fantomas, Chanoc y Charlie Brown (en inglés), entre otros. Solitario, igual que yo, y sin guía, comenzó a leer en orden los libros de la colección Sepancuántos de Editorial Porrúa. Eso es tesón. Leyó La Iliada, La odisea, El Quijote y muchos más; después saltó a la literatura contemporánea. Los cómics en inglés lo introdujeron de una forma divertida al segundo idioma. Ya después estudiaría italiano y alemán, con una disciplina envidiable. También leía mucha poesía.
Yo debo mi amor a la lectura a cuatro hombres extraordinarios. Mi mayor y amorosa gratitud la tengo hacia mi padre, Gregorio Ramírez, quien no era un hombre letrado, pero gustaba de leer diariamente El Universal. Era tan comprensivo y consentidor que mis hermanas y yo disfrutábamos simplemente de su compañía, sólo estar con él, escuchar historias que nos contaba de su juventud en Michoacán. Yo, por ser la menor, pasaba más tiempo con él en casa, donde permanecía por largas temporadas debido a una afección cardíaca que finalmente cobró su vida. Era casi imposible que él leyera con tranquilidad su periódico, porque constantemente yo preguntaba ¿qué dice papito? Cuando mi madre llegaba (eso lo supe de adulta) pedía auxilio porque era cansado tenerme de acompañante. Así que decidió enseñarme a leer. Con amor y una gran paciencia, sin modelos por competencias, sin invocar a Vigotsky ni a ningún teórico de la educación, me enseñó a juntar las letras y el sonido que resultaba de ellas, cuando yo tenía apenas cinco años.
En una época en que no se estilaba, entré a la primaria sabiendo leer. Leía cuentos para niños y el periódico. Algunos libros infantiles. Más tarde, en mi época de secundaria descubrí a Julio Cortazar, leía libros de buena y mala calidad porque mi hermano estaba suscrito al Círculo de Lectores, que lo mismo editaba a escritores consagrados que best sellers.
Ya con mi afición por leer, tuve la fortuna de encontrar en la Preparatoria Uno de la UNAM a la siguiente persona que guió mis lecturas. Arturo Fuentes es un pintor mexicano que daba clases de literatura en la prepa. Se convirtió en tutor literario de un grupo de amigos que formamos en esa escuela. Además de las lecturas de la clase debíamos leer tres o cuatro libros más por mes. Le reclamábamos y nos decía “a mis alumnos les dejo las lecturas de la materia, a ustedes como son mis amigos los hago leer más”. Íbamos a su estudio y nos mostraba sus pinturas, escuchábamos jazz y teníamos la libertad de decir idiotez y media. Arturo nos introdujo a Fuentes, Paz, Vargas Llosa, Durrel, Erica Jong, Asturias, Sainz, José Agustín y muchos otros. Así fue toda mi prepa.
En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales encontré las otras dos fuentes de sabiduría y placer. Allí reencontré a Rafael Figueroa, que había sido compañero de generación en la preparatoria, pero nos conocimos en la universidad y nos inscribimos a las clases de Gustavo Sainz. Éramos los raritos de Sociología que estaban en una clase de literatura. La mayoría de nuestra generación estaba ocupada fraguando la revolución y le literatura les parecía pequeñoburguesa.
Éramos los alumnos favoritos de Sainz porque habíamos leído más que el promedio del grupo. Con él leímos a John Dos Passos, Faulkner, la generación Beat, Borges y otros latinoamericanos, pero sobre todo novela estadounidense. También leímos mucho cuento. Además nos ponía a escribir. Todavía conservamos esos escritos con sus observaciones y sus felicitaciones. Le dio mucho gusto saber que teníamos y habíamos leído su autobiografía publicada por Empresas Editoriales en una colección llamada “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, allá por los años 60, donde Sainz, Agustín, García Ponce, Leñero, Pitol, Elizondo, del Paso y Monsiváis, entre otros, eran las jóvenes promesas de las letras.
Figueroa y yo seguimos nuestro camino juntos y la lectura fue siempre una importante amalgama de esta relación. Novela, cuento y cómics ha sido parte de nuestra vida y los libros han sido parte fundamental de nuestras mudanzas. Todavía disfrutamos leer en impresos aunque no desdeñamos los libros digitales. Los Figueroitas leen menos, pero algo leen. La escuela frustró nuestros esfuerzos. Ahora eligen novelas en inglés y cuando desean un libro saben que para eso siempre hay, es como si nos pidieran comida.
Hemos seguido siempre la consigna de don Sergio Bagú: “de leer no se muere nadie”. Y hasta ahora así ha sido. Celebremos el día del libro leyendo, lo que sea, un cuento, un poema, una novela corta, comprometámonos con una kilométrica. Dejemos que nos atrape este vicio que es de los más nobles y placenteros. Eso sí, es progresivo, pero no mortal.
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