La brutal violencia registrada en los últimos días en varias ciudades del país evidencia, con trágicos resultados, la más que notoria incapacidad de la clase gobernante para cumplir con una de sus responsabilidades más sensibles, que es la de brindar seguridad a la población.
La refriega del pasado sábado, que provocó terror en los municipios de Huatusco y Córdoba, desnudó la precariedad con la que trabajan los cuerpos policíacos municipales y estatales en Veracruz –y prácticamente en todos lados-, que están en clara desventaja frente a los grupos de la delincuencia organizada, mismos que los superan en número de elementos y capacidad de fuego. Eso quedó probado plenamente: por lo menos cuatro policías –hay versiones que refieren seis- fueron abatidos ese fatídico día.
También exhibió algo que todo mundo sabe pero que las autoridades niegan con vehemencia: que en el momento que quieran, los criminales pueden tomar como rehenes ciudades enteras y que, literalmente, se les han entregado franjas territoriales completas, donde no hay más gobierno que el suyo.
Lo anterior quedó claro con el ridículo del gobierno federal en el “culiacanazo” del año pasado, cuando ante la amenaza de los sicarios de provocar un río de sangre, los militares tuvieron que soltar a uno de los hijos del “Chapo” Guzmán. Casos como el de Córdoba o Cosamaloapan la semana pasada, en medio de administraciones municipales y estatal absolutamente incompetentes, solo lo reconfirman.
Pero si la violencia de los grupos delincuenciales contra el Estado provoca azoro y angustia entre la ciudadanía, cuando ésta alcanza a víctimas inocentes y particularmente a jóvenes, del horror se pasa a la rabia, como aconteció con el brutal y artero asesinato de tres estudiantes de medicina –uno de ellos veracruzano y los otros dos de origen colombiano- y un chofer de Uber en el municipio de Huejotzingo, en el estado de Puebla.
La indignación social provocó una multitudinaria movilización estudiantil que fue apoyada por la población de la capital poblana que, como en Veracruz y muchos otros estados, está harta de la probada incapacidad de las autoridades de todos los niveles, tanto las actuales como las que las han precedido, para cumplir con sus mínimas responsabilidades y que al verse expuestas, recurren a excusas pueriles o a propuestas radicales y estúpidas.
En esta última categoría se inscribe la iniciativa presentada por diputados federales del Partido Verde y de Morena para revivir la pena de muerte en México, una discusión decimonónica como todas las que entabla el régimen lopezobradorista apoyado por sus rémoras en turno.
La iniciativa de marras pretende que se aplique la pena capital a los delitos de violación, feminicidio y homicidio doloso eliminando la prohibición expresa contenida en la Constitución General de la República, para lo cual se plantea reformar los artículos 18, 22 y 29 y adicionar el 94.
En la exposición de motivos se afirma que “queda claro que agravar las sanciones penales o incluso imponer cadena perpetua para ciertos delitos no ha resultado una solución efectiva para inhibir la comisión de crímenes de extrema crueldad” y agrega que “es deber y obligación del Estado enfrentar a los criminales más desalmados con la severidad que se merece”.
No es la primera vez que el Partido Verde presenta esta iniciativa. Oportunista y carroñero como siempre ha sido, hizo lo propio en marzo de 2009, en plena “guerra contra el narco”, para castigar con la pena de muerte los delitos de secuestro, terrorismo y homicidio calificado.
Sin embargo, en ningún país donde se aplica la pena capital, incluido Estados Unidos, ésta ha reducido por sí misma la comisión de delitos graves. En una exposición presentada durante el “Coloquio sobre la Pena de Muerte” en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 3 de junio de 2010, la investigadora de ese organismo, Olga Islas de González Mariscal, explicó que, para empezar, la pena de muerte contravendría diversos acuerdos e instrumentos internacionales en materia de derechos humanos a los que México está adherido y por lo cual, desde el año 2005, está suprimida de todos los ordenamientos penales en nuestro país.
Pero el razonamiento más firme aportado por la académica es que “queda claro que este pronunciamiento a favor de la pena de muerte tiene su origen en la frustración y el enojo de la sociedad por el hecho de que las autoridades no solucionen los alarmantes índices de inseguridad que se padecen; inseguridad que ha cambiado, por miedo, la vida de los habitantes de este país”.
“Estos sentimientos de la sociedad son comprensibles, pero la pena de muerte no es la panacea que resolverá los problemas de inseguridad. Hay que tener presente que, de acuerdo con estadísticas serias generadas por organismos oficiales, el 98 por ciento de los delitos cometidos quedan impunes por corrupción o incapacidad de la policía para hacer frente a la delincuencia organizada que nos asuela. Ante estos datos es absurdo pensar que el agravamiento de las penas pueda ser la solución a la inseguridad y a la violencia desenfrenada que se vive en nuestro país”, expuso.
Diez años después nada parece haber cambiado y se retoma una discusión agotada e inútil. Porque lo que inhibe los delitos no es la existencia de penas altísimas, sino su aplicación concreta. Esto es, que no exista impunidad. Pero incapaz en todos los sentidos, la clase política gobernante recurre a “soluciones” estrambóticas que le generen aceptación popular en medio de la indignación provocada por su propia nulidad.
Además, con el sistema de “justicia” que existe en México, donde la misma se compra y se tuerce para cobrar afrentas personales y venganzas políticas desde el poder, ¿qué cree que pasaría si se retoma la pena de muerte?
Pena, pero de políticos que tenemos. Y son los que hablan de “transformación”.
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