Posiblemente la temporada más anhelada y deseada de los niños, es la presente época que se paladea en estos momentos de víspera de navidad, así como la misma navidad. En lo particular, los últimos periodos navideños de mi vida, los he considerado como la consigna de comprar y regalar, incluso detalles que, aunque costosos, pueden ser infructuosos e inútiles para quien los recibe. He conocido personas que al recibir algún obsequio les hacen muecas de desprecio o le dan el menor interés, lo que me ha llevado a recordar mis tiempos de infante, en que, me saturaba de alegría y apreciaba con sumo cariño cualquier minucia que a mis manos llegara de ofrenda navideña.
Cómo olvidar mi añorado barrio de la Calle Pino Suárez, con un Durango tan seguro que, a la edad de nueve o diez años transitaba caminando hasta las instalaciones del mercado Gómez Palacio, con el ferviente deseo de comprar heno para montar el nacimiento de mi casa, pero no obstante que, también se encontraban en venta retazos de musgo, animalitos, pastores y demás, mi capital de cuarenta centavos que había ganado en los “bolos” de los bautizos solo alcanzaba para una pequeña paca de heno.
A esa edad, el júbilo navideño lo exhalaba por todo mi cuerpo y aunque mi imaginación me llevaba a la edificación de un suntuoso nacimiento, mis posibilidades se reducían al contenido de una caja de cartón ubicada en la parte superior de un archivero construido por mi padre, cuyo contenido se reducía al misterio con la virgen, san José y el niño, tres o cuatro animales, así como dos pastores, y los reyes magos, pero la mayor parte lo ocupaba el heno que nos había servido los años anteriores, y mientras más contenido tuviéramos, más gigante se hacía la construcción del nacimiento, cuyos cimientos no eran otra cosa que varias cajas de cartón vacías, forradas de papel periódico y sobre de ellas todo el heno posible. La mayoría de las veces era auxiliado por mi hermana María Cristina, a quien todo mundo la conoció como Cati, quien va a hacer dos años que se encuentra gozando de la plenitud de Dios.
Cómo olvidar las posadas en el Templo del Sagrario Metropolitano, lugar en el que fui monaguillo de los nueve a los once años de edad, y que, por ser parroquia, se llevaban a cabo muchos bautismos y la hora del “bolo” era la más apreciada, tanto por los acólitos como por toda la hornada de niños que se amontonaban a recoger las monedas, que al grito unánime de – “bolo padrino” provocara la lluvia de los cincos, los dieces y hasta los veintes de aquella época, con lo que podíamos juntar para comprar en la tienda de Marthita situada en uno de los callejones que circundaban el hermoso Jardín Victoria, o bien acudir al exterior del cine Victoria sito en Calle Bruno Martínez, lugar que hoy ocupa el Teatro del mismo nombre, y que en aquel entonces, se encontraba administrado por un personaje sumamente agradable e inolvidable por su fina personalidad, Don Lencho Gámiz. Mientras en la banqueta del exterior del cine, los vendedores en sus mesas improvisadas ofrecían desde los cucuruchos con semillas de calabazas, duros o chicharrones de puerco con su salsa picante pero deliciosa, chicles, y unas pequeñas pastillitas para el aliento llamadas “sen sen”.
Recuerdo con mucho cariño a todo aquel equipo del Templo del Sagrario, cuyo párroco era el padre Luis Solís, y el vicario el padre Jesús Ramírez, posteriormente reemplazado por el padre Alcázar y luego por el padre Jesús Soto. Las posadas eran encomendadas por cuanto a los aguinaldos, a familiares de determinados personajes, quienes caritativamente proporcionaban los mismos, que después del rezo y cánticos de villancicos repartían y cuyo contenido se limitaba a cacahuates, una naranja, un canuto de caña de azúcar y dulcecitos en forma de huevitos que en su interior llevaban la mitad de un cacahuate, mismos que eran un manjar de quienes nos formábamos para su recepción.
Mientras Hugo Jáquez, se encontraba en la sacristía, Chuy León Olivas con otras personas cantaba en el coro, la plebe de monaguillos que era comandada por Rogelio León Olivas y los demás éramos: los hermanos Martín y Luis Solís, Eugenio Mac Zwiney, Lalo Solís, Pepe Carranza, Miguelito Ruiseñor, Jorge Soto, Gustavo León Olivas, los hermanos Pedro y Benito y quizás algún otro que de momento se me escapa, quienes después de subir corriendo a la cúpula del templo a llamar en las campanas al rosario, refunfuñábamos con la sacristana Julianita y nos vestíamos de monaguillos para ayudar en una verdadera posada religiosa con peregrinos y canticos propios; y en todo el templo una muchachada cargada de benevolencia, deseos de convivir y vivir los gratos instantes del temple navideño.
Pero el más grato momento de la temporada llegaba el día 24, cuando después de la cena, mi padre se levantaba de la mesa y a los quince minutos la familia completa acudía al pie del nacimiento para desenvolver el regalo que tuviera nuestro nombre y apreciar con el mayor gusto de todo el año, aquel regalo que el niño Dios nos entregaba en esa navidad.
Contritos de todas nuestras correrías, acudíamos toda la familia a la misa de gallo, en donde me encontraba de nuevo con mis compañeros monaguillos y nos disponíamos a ayudar la misa que se iniciaba con: “Introibo ad altare Dei”, y respondíamos como monaguillos: “Ad Deum qui lætificat juventutem meam”.
Ante el gozo experimentado de mi infancia, corresponde alegrarnos por la navidad, y decirlo ya en nuestro idioma “Subiré al altar de Dios” “Al Dios que es la alegría de mi juventud”. Saber que la navidad es paz y la reconciliación es necesaria con cualquier enemigo, sepultar la soberbia ante el conocimiento que, de la humildad se desprende la mayor fuerza que fertiliza y hace crecer el espíritu más noble de la persona. Navidad que nos hace reflexionar de los errores cometidos, aceptar la razón y condescender con quien sea. Servir a todos, auxiliar al mundo entero con una entrega definitiva, extendiendo la mano al hermano y al vecino, porque la navidad para la humanidad siempre será de amor. Feliz Navidad a todos y Dios los colme de bendiciones.