La megalomanía del presidente Andrés Manuel López Obrador, propia de los políticos que en realidad son muy pequeños, afloró con rabia durante la conferencia mañanera de este jueves.
Descolocado porque tres periodistas lo cuestionaron sobre las inconsistencias, las medias verdades y las mentiras completas que su gobierno ha dicho en las múltiples versiones ofrecidas sobre el fracasado operativo de captura del narcotraficante Ovidio Guzmán hace dos semanas en Culiacán, el Presidente de México fue abierto sobre lo que piensa del trabajo periodístico en el país que tiene en las manos.
Citando a Gustavo Madero -hermano del ex presidente Francisco I. Madero, y quien en su tiempo se dedicaba a atacar, incluso físicamente, a los periódicos donde se publicaban críticas a aquel gobierno-, López Obrador afirmó que los medios en México “le muerden la mano a quien les quitó el bozal”, como si la libertad de expresión hubiera nacido, por generación espontánea, a partir de que él arribó al poder.
De un plumazo, el señor López pretendió borrar décadas de lucha por un periodismo libre. Ése que se ejercía –con las particularidades y limitaciones de la época- en el Excélsior de Julio Scherer cuando era presidente Luis Echeverría Álvarez. Al primero le costó su expulsión del diario, orquestada por el segundo, con muchas de cuyas políticas, valga señalar, se identifica y coincide sorprendentemente el autollamado gobierno de la “cuarta transformación”.
López Obrador desconoció que mientras él militaba y hasta dirigía al PRI en el estado de Tabasco, había publicaciones como La Jornada, Proceso y Unomasuno –por citar tres- que ejercían un periodismo crítico al poder en turno, se llamase el presidente José López Portillo, Miguel de la Madrid o Carlos Salinas de Gortari, y que fueron el canal para visibilizar movimientos como el de Cuauhtémoc Cárdenas, luchas como las de Rosario Ibarra, protestas como la de Manuel Clouthier, asesinatos como el de Manuel Buendía o fraudes electorales como los de Chihuahua en 1986 y los comicios presidenciales de 1988, operados ambos, por cierto, por Manuel Bartlett, hoy dilecto integrante de su círculo más cercano.
Sin esa prensa –y mucha más- que se enfrentó al poder autoritario y represor del sistema priista del que él mismo surgió, mucho tiempo antes de que se volviera opositor, Andrés Manuel López Obrador jamás habría llegado a donde está. Nunca hubiese logrado ser presidente sin el acompañamiento y el espacio que muchos medios le dieron a su movimiento y a los cuales, ahora les exige sometimiento y silencio porque, según él, les “quitó el bozal”.
Pero con sus dichos y con los actos de su gobierno –que apenas terminó la “mañanera” lanzó una brutal campaña de desprestigio contra el periodismo no oficialista en redes sociales-, López Obrador lo que demuestra es precisamente lo contrario: que a lo que aspira es a acallar a los críticos, a desaparecer la pluralidad de ideas y de voces. A poner bozales, como los que sin pena ostentan los bufones que sienta en primera fila en todas sus “homilías” diarias para que le pregunten idioteces que le permitan lucirse o desviar la atención sobre temas escabrosos. Jamás le ha interesado hacer ejercicio alguno de rendición de cuentas. Lo suyo es el panfleto.
El Presidente no quiere periodistas que lo exhiban, sino voceros y textoservidores que lo alaben y le festejen sus gracejadas. Que no lo cuestionen ni señalen las falsedades que difunde sistemáticamente, sino que se arrastren a sus pies, abyectos, serviles.
Pero la libertad de expresión es un derecho ganado con sangre por la sociedad, que nadie, ningún político, le regaló. Y que será defendido de igual manera, de ser preciso.
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