Por más de cuatro horas, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador guardó silencio mientras se desarrollaba en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, una de las peores crisis de seguridad de los últimos años en México.
Y no era para menos el silencio. En los hechos, ante una clara incapacidad para ya no digamos repeler, sino siquiera enfrentar la capacidad de fuego de los sicarios del cártel de Sinaloa, las autoridades claudicaron ante los criminales, en lo que será recordado como el día que el narco humilló al Estado mexicano.
La versión oficial –tras horas de especulaciones y desinformación alentada por la negligente omisión gubernamental- es que durante un “patrullaje de rutina” de elementos de la Guardia Nacional en la ciudad de Culiacán, éstos fueron agredidos desde una vivienda, en donde los uniformados encontraron y detuvieron a cuatro personas, entre las cuales se encontraba Ovidio Guzmán López, uno de los hijos del jefe del cártel de Sinaloa, Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, sentenciado a cadena perpetua en los Estados Unidos.
La detención del hijo del capo provocó una situación de terror: Culiacán se convirtió en zona de guerra. Balaceras con armas largas del más alto calibre, vehículos incendiados, reos liberados de un reclusorio y sicarios armados hasta los dientes recorriendo las calles fueron la respuesta del crimen organizado, que por las bandas de radio amenazaban con ocasionar una matanza si no les entregaban a Ovidio Guzmán.
Y sucedió lo increíble.
Por la noche de este jueves, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, salió a leer un comunicado que en primera instancia sonaba a estar mal redactado por confuso, pero que después evidenció ser una aceptación tácita de la derrota del Estado ante los delincuentes: “con el propósito de salvaguardar el bien superior de la integridad y tranquilidad de la sociedad culiacanense, los funcionarios del gabinete de seguridad acordamos suspender dichas acciones”.
La críptica declaración sería aclarada poco después: el Gobierno de México decidió soltar a Ovidio Guzmán López para detener la escalada de violencia a la que las fuerzas del orden del Estado fueron incapaces de siquiera hacer frente. La autoridad abdicó de su responsabilidad y obligación de aplicar la ley y de garantizar la seguridad e integridad de la ciudadanía.
De manera vergonzosa, cobarde incluso, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador se puso de rodillas ante la delincuencia organizada a causa de una nula, torpe, fallida y demagógica estrategia de seguridad, cuyas consecuencias sientan un precedente terrible, ominoso, que pone en peligro la viabilidad del Estado mismo.
Porque si esta vez el gobierno se dejó chantajear por los delincuentes, ¿qué nos asegura que no lo haga siempre, que esconda la cabeza en la tierra cada vez que los criminales quieran algo y para ello hagan uso de la violencia?
Esto ocurre además en la misma semana que en Michoacán fueron asesinados a mansalva 13 policías y en Guerrero se sospecha de la ejecución extrajudicial de 14 presuntos sicarios. Una oleada de horror que hace añicos el discurso oficial del autodenominado gobierno de la “cuarta transformación” sobre el “fin de la guerra contra el narcotráfico”.
Esa guerra no solo no ha terminado. Con lo sucedido este jueves, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador estaría entregando la plaza. Se doblegó ante los criminales. Son tiempos oscuros.
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