Olor a viejo

El espectáculo de autocomplacencia que montó el Gobierno de la República en la Plaza de la Constitución este lunes encierra toda suerte de simbolismos que nos remiten, invariablemente, a la época de partido único, todopoderoso, benefactor de sus clientelas e implacable con sus enemigos.

A esa época en la que el PRI dominaba por completo el escenario político, sin oposición que pudiera hacerle frente en ninguna circunstancia y en la que la única voz que recibía espacio y altavoz era la del gobierno y, por supuesto, la del Presidente de México, el descendiente directo del “Huey Tlatoani”.

El acto con el cual el titular del Ejecutivo federal, Andrés Manuel López Obrador, se autocelebró el primer aniversario de su victoria electoral –contundente e inobjetable ésta, sin duda- fue un viaje al pasado. Como presenciar una vieja película que hacía mucho que no veíamos y que los medios de comunicación, modernos y tradicionales, difundieron como si de un antiquísimo documento histórico se tratase.

Todos los elementos de esas viejas historias de poder omnímodo se incluyeron en el libreto de esta versión recargada: la presidencia imperial y faraónica, adorada por ese “pueblo” que confía en que, ahora sí, “papá gobierno” lo saque de su postración perenne mientras le reparte despensas y “apoyos” por lanzar vítores; los barones del dinero –antes señalados como la “mafia del poder”- acomodados en lugares especiales junto con funcionarios y empleados gubernamentales –como todos los del gobierno de Veracruz, con su titular incluido- que dejaron al garete sus obligaciones –en horario de trabajo- para sumarse a la porra que se desgañita por gritar la consigna más servil.

“Nostalgia” y hasta “ternura” provocó ver las enormes filas de camiones en los que fueron acarreados contingentes de todo el país, a cuyos integrantes no les faltó su “Boing” y su torta para aguantar la dura jornada que comenzó desde temprano y terminaría al retornar a sus hogares después de escuchar las arengas del “líder”, que jura que el país va por el camino correcto mientras fustiga a los emisarios del pasado que pretenden “sabotearlo”.

Hasta parecía 1970, cuando el “señor Presidente” encabezaba personalmente las ceremonias cívicas y políticas en medio de una lluvia de confeti y papelitos de colores que le daban colorido a los rituales del poder absoluto. Boato que se perdió conforme avanzó la competencia política real, se consolidó la división de poderes y se crearon instituciones que sirvieron de contrapeso –esa palabra tan detestada por los creyentes de la fe “cuatroteísta”- a los gobiernos de los últimos años.

El simbolismo del acto encabezado por el presidente López Obrador este lunes representa la restauración de ese mismo viejo régimen, el emanado del nacionalismo revolucionario, que no admite disenso ni cuestionamiento alguno a sus decisiones; que a sus adversarios los aplasta con todo el poder del Estado; que está obsesionado con el control absoluto de la vida pública y con la construcción de mitos históricos que lo reivindiquen como “salvador” y “transformador” de la patria.

Y mientras el “líder” se “sublimaba” en la plaza pública en el “amor” de “su pueblo”, en el Senado de la República se introducía en el proyecto de decreto de la Ley de Austeridad Republicana un apartado para resucitar la “partida secreta” presidencial, al disponerse que los ahorros generados por las políticas de restricción presupuestal “se destinarán a los programas previstos en el Plan Nacional de Desarrollo o al destino que por Decreto determine el titular (del Ejecutivo)”.

Sí, huele a muy viejo.

 

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