Mientras el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, libra sus “batallas” diarias contra los enemigos de humo que su agenda de banalización de los problemas del país le señala, la violencia contra los periodistas y defensores de derechos humanos se mantiene en los mismos niveles de impunidad de siempre.
La noche del pasado domingo, fue hallado el cuerpo del periodista deportivo Omar Iván Camacho en una comunidad del municipio de Salvador Alvarado, en el estado de Sinaloa. La causa de su muerte fue un traumatismo craneoencefálico. O sea, que lo mataron a golpes.
Camacho es el séptimo periodista asesinado en México desde que López Obrador asumió la Presidencia de la República en diciembre pasado. El quinto en lo que va de 2019. Y no se vislumbra en el horizonte ninguna acción efectiva del Estado que pueda hacer frente a las agresiones contra comunicadores.
Este lunes, durante la conferencia mañanera en palacio nacional, el subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, Alejandro Encinas, presentó un diagnóstico sobre el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, en el cual admitió que sus acciones “son reactivas, burocráticas, con pocas medidas de prevención y no atienden al universo de defensores de derechos humanos y periodistas, solo a los que reportan situación de riesgo”.
Encinas señaló que es necesario rediseñar la estructura actual del Mecanismo, que presenta graves deficiencias tecnológicas y de seguridad, así como revisar la Ley para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, y reforzar la coordinación entre el Gobierno Federal y los estados. Actualmente, están adscritas a este organismo 790 personas, de las cuales 292 son periodistas.
A pesar de lo anterior, durante la misma conferencia y cuando un reportero le cuestionó al presidente acerca del escarnio que provoca con su discurso de descalificación a la prensa que lo critica, con lo cual favorece el clima de violencia hacia los periodistas, López Obrador volvió a endilgar sus epítetos favoritos: “existe una prensa ‘fifí’, no es una invención. No están de acuerdo con nosotros (…) son nuestros adversarios”, espetó.
El maniqueísmo de López Obrador, que considera su enemigo a cualquiera que discrepe de él, es sumamente peligroso y hasta irresponsable. Sobre todo cuando a casi cuatro meses de haber iniciado su administración, la violencia y la impunidad con la que ésta se ejerce en todo el territorio nacional no se han reducido ni un ápice.
Es, sin duda, parte de su personalidad. Así lo demostró el pasado sábado, cuando tras recibir abucheos del público que asistió a la inauguración del nuevo estadio del club de beisbol Diablos Rojos del México, su reacción pública e inmediata provino del centro de sus vísceras, despotricando en contra de los asistentes.
Por ello resulta todavía más absurda su solicitud al Rey de España -lo cual, dicho sea de paso, ya provocó un innecesario, gratuito y estúpido diferendo diplomático, así como la frivolización de la disculpa como un medio de reparación del Estado a las víctimas de su actuación en diferentes circunstancias- para que se “disculpe” con los pueblos indígenas mexicanos por la conquista y de esa manera, según él, lograr una verdadera “reconciliación histórica”.
El gran problema es que López Obrador no busca ni ha buscado nunca la concordia. Lo suyo es la provocación y la descalificación hacia quien ejerza su derecho a disentir de él, de sus decisiones y sus actos. Para él, la reconciliación solo es posible si va acompañada de un sometimiento que niega la diversidad de ideas y es profundamente autoritario.
Y así, anulando al otro, es imposible alcanzar la paz. Los hechos lo demuestran todos los días.
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