En los días que corren en Veracruz hemos presenciado una explosión delictiva cuyas ondas expansivas llegan a prácticamente todos los rincones de la geografía de la entidad. La delincuencia organizada ha lanzado un reto de proporciones mayúsculas al gobierno del estado, que ha debido reaccionar con la concentración de efectivos de todos los cuerpos de seguridad y el apoyo de fuerzas militares para intentar frenar la ola de violencia que siega vidas, genera miedo, zozobra y lastima gravemente la convivencia social. Estamos frente al mayor desafío que el narcotráfico había planteado en Veracruz y vaya que ya habíamos padecido de manera cruenta este fenómeno en administraciones pasadas.
El problema es grave y requiere atenderse con toda la fuerza gubernamental, pero precisa, sin duda, del respaldo de la sociedad para que se le ataque de manera más efectiva.
La lucha requiere abrir frentes en varias direcciones que vayan más allá de las acciones meramente policíacas y militares.
Es vital que a la par de tomar las medidas emergentes para contener la violencia y continuar la lucha contra el crimen, se den pasos efectivos en el fortalecimiento de nuestra economía para ofrecer alternativas reales de empleo e ingreso y se “desnarcotice” la actividad económica de muchas regiones, amén de impulsar con el concurso de organizaciones sociales y privadas un amplio programa de información en las escuelas, en las comunidades rurales, en las zonas urbanas, en los centros de trabajo y entre los padres de familia que permita alertar sobre los peligros y riesgos del consumo y tráfico de narcóticos.
Urge transformar la visión imperante en el imaginario colectivo, especialmente de los estratos de menores ingresos, de que la actividad del narcotráfico, si bien implica una vida de sobresaltos y clandestinidad, se compensa ampliamente con el poder y riqueza que genera, por lo que muchos jóvenes suponen que bien vale la pena correr el riesgo ante la falta de oportunidades; estimulados, desde luego, por las series sobre narcos y toda la parafernalia que se ha creado en torno a ellos y la aureola de “prestigio” de algunos santones de esta ilícita actividad, en lo que es a todas luces una apología de la violencia al alcance de cualquier televidente.
Así como se debe poner un dique a la penetración del narcotráfico en la actividad política, en las campañas y en las finanzas de los partidos políticos. Urge fortalecer las facultades de fiscalización de los órganos electorales y se obligue a los partidos y candidatos a informar puntualmente sobre las fuentes del financiamiento privado a sus campañas internas y al proselitismo que realizan en épocas electorales, para evitar que sirvan como vehículos para el lavado de dinero. Esa es, a no dudarlo, una de las asignaturas pendientes y de la mayor relevancia en el combate al crimen organizado.
Pero en toda esta historia tiene un lugar especial la prevención del delito y el castigo a las conductas antisociales, que es la tarea de las instancias de seguridad y de las fiscalías.
Es evidente que la penetración del narco en las estructuras de poder y en las corporaciones policíacas, el lavado de dinero, el boom del narcomenudeo, la colusión de jueces y autoridades con los barones de la droga para dejar libres a los criminales son moneda corriente en el México de hoy y explican lo infructuosa que resulta las más de las veces la guerra contra el narcotráfico.
Poco se puede hacer cuando los organismos de seguridad, los elementos encargados de combatir a los delincuentes y las fiscalías que deben procurar justicia están al servicio de quienes supuestamente persiguen. Es la corrupción que todo corroe y echa por la borda todos los esfuerzos para hacer efectivo el Estado de Derecho.
Ahora las autoridades piden paciencia al ciudadano mientras se desarrolla la lucha contra los grupos delincuenciales. Sin embargo eso ya lo han pedido desde hace 12, 6 y 2 años en el país y en Veracruz, particularmente, y la sangría continúa.
Surge entonces la interrogante: ¿Estamos condenados a convivir con esos niveles de violencia e inseguridad?
La existencia del crimen organizado precisa de condiciones ambientales propicias para su establecimiento y desarrollo. Ese hábitat que le facilita las cosas se da en aquellos espacios en los que la laxitud en la aplicación de la ley y la vulnerabilidad del marco jurídico van de la mano con la connivencia de las autoridades y los cuerpos policíacos con los delincuentes, trátese de ladronzuelos de poca monta, saqueadores del erario público, defraudadores de cuello blanco, secuestradores, traficantes de drogas o roba coches.
La colusión de intereses de los supuestos encargados de aplicar la ley con quienes la quebrantan da por resultado la primacía de la impunidad y con ella la indefensión absoluta del ciudadano. Eso ocurre cuando las complicidades marcan el derrotero de las investigaciones policiacas, la actuación y conclusiones de las fiscalías especializadas y, en general, el rumbo de toda indagatoria que parte del principio de no tocar determinados intereses.
Mucho se ha dicho que para gobernar hoy en día, en el sentido de garantizar condiciones de gobernabilidad -estabilidad social y contención o desahogo de la conflictividad por cauces institucionales-, los políticos requieren establecer acuerdos no solo con la sociedad, los partidos, el Congreso o la Judicatura, sino con los llamados poderes fácticos que tienen una indiscutible presencia e influencia en nuestra sociedad, llámense las fuerzas armadas, la Iglesia y, por increíble que pueda parecer, el propio crimen organizado.
Sabemos que los cárteles de la droga ponen condiciones o presionan a los gobiernos para que les respeten territorios, rutas de operación, negocios de lavado de dinero, representantes o encargados del cabildeo. De los acuerdos a que se llegue –si los hay- depende el éxito o fracaso de las políticas de seguridad, de las acciones de combate al narcotráfico y, desde luego, el conjurar la amenaza de la violencia generalizada y de las ejecuciones. El dilema es pactar o no, hacerse de la vista gorda, simular que se les combate o combatirlos de verdad. Hasta ahora lo que han imperado son la simulación y los pactos inconfesables.
Ante ese panorama ¿están obligados sociedad y gobierno a rendirse ante el peso, influencia y amenazas de los criminales? Desde luego que no.
La lucha contra el crimen organizado no debe admitir tregua ni negociación o tolerancia con los criminales.
Sin embargo, más allá de todo ello, cualquier acción de combate a la delincuencia que busque el éxito debe partir de un hecho simple y fundamental: que se castigue al que delinque, que pague a la sociedad todo aquel que quebrante la ley.
No puede ni debe haber permisividad. Llámense como se llamen los infractores deben ser sancionados, porque la impunidad prohíja más y más graves delitos.
No podemos acostumbrarnos a convivir con la violencia. Ni dejar que se repitan los crímenes porque no se les castiga. Esa debe ser la exigencia ciudadana que más ayudará en esta batalla.