A diferencia de los años 2000 y 2006, en los cuales el PRI también perdió las elecciones presidenciales, la derrota de 2018 parece haber puesto a ese partido, ahora sí, al borde de la extinción. O al menos, de la manera como lo conocemos hasta ahora.
Completamente ausente en la discusión de los temas nacionales, sin ninguna clase de interlocución con los factores de poder político, empresarial y social, marginado y repudiado por una pésima reputación ganada a pulso, el Revolucionario Institucional se diluye como una opción real ante la sociedad.
La asociación inmediata entre el PRI y la corrupción ha puesto en jaque a un instituto político que hace apenas tres años contaba con mayorías en el Congreso de la Unión y en muchas legislaturas estatales. En un tiempo récord, pasó de ser el partido dominante en el país a un actor cuya trascendencia se ha reducido a niveles ínfimos, a pesar de contar todavía con un buen número de gubernaturas, presidencias municipales y representación legislativa a lo largo del país.
¿A quién le importa lo que tiene que decir el PRI? Parece que a veces ni a los propios priistas, que están más ocupados por garantizar su supervivencia que por levantar de la lona al partido que les dio poder, privilegios y, a muchos, gran riqueza. Como las ratas, varios abandonan un barco que ya naufragó y saltan a otras fuerzas, incluida la que ahora tiene un poder cuasi-absoluto en todo el país, o bien se lanzan a aventuras que les permitan seguir viviendo del sistema de partidos y del dinero que se le sigue prodigando en grandes cantidades.
En una entrevista publicada en la edición de esta semana de la revista Proceso, uno de los últimos “dinos” priistas, César Augusto Santiago, hizo una dura crítica a la actual dirigencia nacional que encabeza Claudia Ruiz Massieu Salinas, fustigó los “excesos del peñismo que sigue controlando a ese partido y al tiempo de anunciar que renunciará a su militancia de más de 50 años para crear un nuevo organismo partidista, sentenció que “va a pasar lo que está sucediendo en la Ciudad de México; el PRI es un cascarón, es un partido simbólico y testimonial. Se van a quedar administrando la derrota desde la dirigencia, aunque cada vez con menos poder, protegiendo sus intereses personales”.
Ese mismo camino lo siguen otros priistas en los estados de la República. En Veracruz, es el caso de la asociación civil Podemos, que ya presentó ante el Organismo Público Local Electoral de la entidad su solicitud de registro como partido estatal. Lo encabeza el ex diputado local Francisco Garrido –que llegó al Congreso a través de otro partido estatal satélite del PRI, Alternativa Veracruzana- y está integrado por otros ex priistas tránsfugas, como el ex dirigente estatal Gonzalo Morgado Huesca.
La actual intrascendencia priista quedó más que de manifiesto durante la conmemoración del 104 Aniversario de la Promulgación de la Ley Agraria el pasado 6 de enero, acto que en un tiempo no muy lejano era el escaparate hasta para destapar futuros gobernadores, y que esta vez quedó reducido a su mínima expresión, al grado que el gobierno estatal, en manos de Morena, les tuvo que “echar una manita” para que no desluciera tanto, pues la dirigencia nacional priista, así como la estatal, no son capaces de convocar ni a sus familiares.
El PRI se ha convertido en un avestruz que esconde la cabeza en la tierra ante las demandas de su militancia de una reforma profunda que alcance incluso su denominación y que democratice sus decisiones internas. Los que no se fueron a tiempo a otros partidos están pasmados ante la derrota y se mantienen solo por inercia, en lo que negocian algo o se incorporan a otras opciones partidistas.
Parecen resignados a desaparecer. O a convertirse en un muerto viviente mientras aún reciban prerrogativas.
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