La controversia generada por la portada de la revista Proceso de esta semana, en la que se critica abiertamente al presidente electo Andrés Manuel López Obrador, puso nuevamente de manifiesto el maniqueísmo con el que se maneja el político tabasqueño y que infunde a su base más radical de seguidores.
La molestia por el encabezado y la fotografía mostrados en la portada del semanario fue tal, que se le acusó de “traición” a la “causa”. Incluso fue motivo de delirantes elucubraciones, como que el ex presidente Felipe Calderón maneja la publicación a través de su cuñado Juan Ignacio Zavala, quien a su vez está casado con María Scherer, hija del fundador de la revista y que nada tiene que ver con el manejo editorial de la misma.
De hecho, el tono y el tratamiento de la información de la más reciente edición de Proceso no se aparta de lo que ha hecho en toda su historia, desde que la fundó Julio Scherer García en noviembre de 1976: ejercer la crítica al poder de manera frontal.
Nadie que no tenga una venda en los ojos o un interés político negará que López Obrador, aún antes de tomarlo legalmente, ya ejerce el poder y toma decisiones que impactan al país. Mismas que por su misma naturaleza son susceptibles de ser criticadas en los medios de comunicación, a los cuales él mismo y sus seguidores se han encargado de etiquetar y estigmatizar entre “aliados” y “enemigos”. O “fifís”, como le gusta ridiculizar a los que disienten de sus planteamientos y decisiones.
Que Proceso, un medio tradicionalmente identificado con la izquierda y que en buena medida ha apoyado la carrera de López Obrador, se haya atrevido a criticarlo fue lo que provocó la ira del lopezobradorismo en pleno, que reaccionó en redes sociales con virulencia hacia el medio, llamando a boicots en su contra y agrediendo, con lujo de procacidad, a sus directivos y a los periodistas que elaboraron las piezas en las que se soporta –basta leerlas- el planteamiento editorial de la portada, bajo las consignas panfletarias que acostumbran.
No es la primera vez que el movimiento que encabeza López Obrador lanza una campaña en contra de los medios y periodistas que no le dan por su lado. Pero el verdadero riesgo es que a partir del 1 de diciembre lo hagan, como diría un político veracruzano contemporáneo de AMLO, “en la plenitud del pinche poder”.
Dice el Presidente electo que no será un dictador ni ejercerá la censura a los medios de comunicación, al tiempo que advierte que ejercerá su derecho de réplica “de manera respetuosa”. Pero no lo ha hecho así.
A las críticas, Andrés Manuel López Obrador contesta invariablemente con descalificaciones que sus seguidores traducen en agresiones. Y que eso lo pretenda hacer desde el poder presidencial, en un país donde asesinan periodistas a la menor provocación y con absoluta impunidad, entraña un peligro real para la libertad de expresión y de prensa, valores insoslayables de una verdadera democracia.
Por supuesto que el próximo Presidente de México tiene derecho a la réplica si considera que una información publicada es incorrecta, infundada, dolosa o “amarillista”. Pero también tiene la obligación de respetar la libertad de los medios y periodistas a criticar su actuación pública sin concesiones de ningún tipo, y sin que esto tenga como consecuencia agresiones, discriminación y, particularmente, violencia contra quienes ejercen este derecho universal.
El periodismo, el de verdad, no es aliado ni enemigo del poder. Debe ser, siempre, su contrapeso. Nada más. Nada menos.
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