A la luz de los acontecimientos, y con todo y las afectaciones presentes y futuras a las finanzas del país, que se cancele la megaobra que se desarrollaba en Texcoco es lo menos grave de todo el tragicómico episodio del aeropuerto de la Ciudad de México.
Lo verdaderamente peligroso es la vía que se usó para intentar darle “legitimidad” a una decisión que, como quedó demostrado, siempre estuvo tomada: una supuesta “consulta nacional”, que no tuvo la mínima representatividad y mucho menos legalidad, pero que sus promotores intentan hacer pasar como la “voluntad del pueblo”.
La “consulta” lopezobradorista no cumplió con uno solo de los requerimientos constitucionales para convocar a una verdadera consulta popular cuyos resultados puedan ser considerados vinculantes para un acto de autoridad. Ni uno solo. Y ello fue reconocido hasta por los propios voceros de lo que será el próximo gobierno, como Jesús Ramírez o el propio John Ackerman, quien para justificar este despropósito, calificó el sondeo –porque a lo mucho eso fue- como “alegal” o “extralegal”.
Pero eso no es lo peor de todo. No hay certeza alguna de que los resultados dados a conocer la noche del domingo sean reales. Además de las evidentes debilidades de la mal llamada consulta -como el hecho que, por lo menos durante el primer día, se podía votar en varias ocasiones-, solo los organizadores saben dónde y quiénes resguardaron y contaron esos votos durante las cuatro jornadas de recepción de los mismos.
¿Quién garantiza que no se manipularon las cifras? Pues ellos mismos. Y porque ellos lo dicen, ¿hay que creerles? Ellos también dicen que sí. Son los “buenos” de la historia. Por algo recibieron 30 millones de votos el pasado 1 de julio. Son “incapaces” de hacer fraude, juran.
Y la cereza del pastel. La “decisión” de cancelar una obra multimillonaria –sin entrar en la discusión sobre si hay o no corrupción, o si depreda o no el entorno, o si es estratégica o no para el país- se toma con la “legitimidad” que dan ¡748 mil 335 votos! Que en el supuesto de que sean reales –no hay forma de saberlo, aquí no se permite el voto por voto, casilla por casilla; ni hubo PREP, ni cómputo distrital- representan apenas el 0.84 por ciento de la lista nominal electoral, y el todavía más ínfimo 0.57 por ciento de la población total de la República Mexicana. Tiene más representatividad un concierto en el zócalo de la capital del país.
¿Alguien con dos gramos de sentido común puede darle validez a semejante simulación? Pues el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, sí se la dio. Para él, fue la “expresión de la voluntad del pueblo” y ésta debe ser “respetada”.
Pero en realidad, lo que atestiguamos la semana pasada fue un primer ejercicio propagandístico para sacar adelante decisiones cupulares bajo el disfraz de una “democracia participativa”. Misma que en este caso particular no tiene nada de democrática, pues manipula la percepción, es completamente opaca en sus métodos, no es incluyente, desprecia la legalidad y está totalmente sesgada hacia una de las partes.
¿Habría aceptado López Obrador que las elecciones en las que salió victorioso se llevaran a cabo en las mismas condiciones que su “consulta”, pero organizadas por quienes llama “adversarios”? ¿Aceptarán las mujeres o los grupos de la diversidad sexual que sus derechos sean sometidos a una “consulta” de estas características, como el propio Presidente electo dijo en campaña que haría? ¿Qué pasará si, como algunos ya prevén, en unos pocos años se somete a “consulta” la relección o la extensión del mandato presidencial?
La semana pasada no se consultó nada a nadie, pues la decisión estaba tomada desde mucho antes. Fue una farsa para justificar una voluntad autócrata, que se lava las manos sobre sus posibles consecuencias bajo la consigna panfletaria de que “el pueblo no se equivoca”.
Lo que también es un engaño. Basta voltear hacia Brasil.
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