La salida perfecta para darle la vuelta a temas polémicos que ha encontrado el próximo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha sido la de decir que éstos serán sometidos a “consulta” con el “pueblo”.
Así lo hizo desde que estaba en campaña, por ejemplo, con cuestiones como la legalización de los matrimonios entre personas del mismo sexo, el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, la legalización de las drogas y otros que forman parte de la agenda de la izquierda verdaderamente progresista, pero que al mandatario electo simple y llanamente no le interesan, no le gustan o de plano los rechaza, sin que siquiera lo admita abiertamente.
Concluida la campaña electoral, e instalado en un inédito proceso de transición gubernamental en el que ejerce como presidente de facto, ante la debilidad política y falta de valor civil de quien aún se ostenta como titular del Ejecutivo federal, López Obrador ha mantenido su postura de anunciar que someterá a consulta tópicos sobre los que no quiere pronunciarse concretamente y, sobre todo, en los que tendría que asumir responsabilidades y costos por la decisión final que se tome.
El más importante y controversial de todos hasta ahora es el que tiene que ver con la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Durante toda su reciente campaña, López Obrador afirmó que el proyecto de edificarlo en Texcoco, puesto en marcha por la administración de Enrique Peña Nieto, estaba “tocado” por la corrupción y prometió que de ganar los comicios lo cancelaría de manera fulminante, pues él tenía su propia propuesta de llevar la nueva terminal aeroportuaria a la base militar de Santa Lucía.
Pero como ha quedado evidenciado para todos, incluido el Presidente electo, una cosa es la campaña y otra la toma de decisiones de gobierno. Luego de que un estudio mandado a hacer por el propio equipo de López Obrador determinó la inviabilidad de la propuesta de Santa Lucía y las monumentales pérdidas financieras que representaría la cancelación de las obras en Texcoco –que llevan un considerable nivel de avance y, por ende, de inversión pública-, nuevamente recurrió a la salida favorita: el aeropuerto va a consulta del pueblo. Total, que éste “nunca” se equivoca.
Pero el gran riesgo ni siquiera es que el pueblo se “equivoque” al “decidir” sobre temas sobre los que la gran mayoría de la población no tiene la más mínima idea, como las necesidades técnicas, operativas y financieras de un aeropuerto, por ejemplo.
El peligro es que detrás de esa aparente compulsión por “consultarlo” todo bajo un aura supuestamente democrática, se esconda la intención de justificar decisiones previamente tomadas que corran el riesgo, ése sí verdadero, de resultar ser un desastre, y del cual, en su caso, sería responsable no el gobierno ni quienes están al frente del mismo, sino el “pueblo” que, a la mera hora, sí se haya “equivocado”.
O para decirlo de otro modo. La “consulta” ciudadana ya se realizó y fue el pasado 1 de julio. Ese día, el proyecto de Andrés Manuel López Obrador fue refrendado con 30 millones de votos –como le encanta reiterar a sus seguidores-. Así que lo que tendrá que hacer a partir del 1 de diciembre, cuando asuma formal y legalmente el poder, será tomar decisiones y asumir sus consecuencias. Tanto las positivas como las negativas.
Huelga decir que bajo la figura de las “consultas” populares, a lo largo de la historia se han legitimado auténticas atrocidades, pues al ser los propios gobernantes los que las organizan, terminan siendo meros instrumentos de manipulación de las masas que, ilusamente, creen que realmente “decidieron” algo.
En México ya no estamos para más regímenes que evaden sus responsabilidades. Querían gobernar. Lo buscaron afanosamente durante los últimos 12 años. Ahora tienen la obligación de tomar las decisiones. Y de afrontar histórica y políticamente los resultados de las mismas. No hay más. ¿O si no para qué los queremos?
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