Apenas unos días después de las elecciones del pasado 1 de julio, una persona bien enterada de los entreverados caminos de la política local y nacional, aseguró enfáticamente a quien esto escribe que antes de que concluyera el sexenio de Enrique Peña Nieto, el ex gobernador Javier Duarte de Ochoa, preso en el Reclusorio Norte, sería puesto en libertad.
Mi respuesta fue de incredulidad. ¿Qué ganaría con eso? ¿Por qué habría de soltar el gobierno de Peña Nieto a uno de los políticos más cuestionados y cuestionables de la historia reciente de México, cuyos delitos de orden federal –por los cuales es que está en prisión- tienen sustento en investigaciones de la Auditoría Superior de la Federación y del Sistema de Administración Tributaria?
“Porque el gobierno que se va ya no tiene nada que perder. Ya lo perdió todo. Y el que viene no quiere ser el que tenga que soltar a Duarte, así no fuera su culpa ni su decisión hacerlo”, me contestó.
Desde el momento mismo de su aprehensión, la integración del expediente con los cargos que le fueron imputados a Javier Duarte –lavado de dinero, delincuencia organizada y peculado-, presentaba varias inconsistencias y puntos débiles, mismos que en la primera audiencia del ex mandatario ante el juez de control del Reclusorio Norte de la Ciudad de México incluso tambalearon su vinculación a proceso.
Uno de los principales alegatos de la defensa de Duarte de Ochoa es que los delitos que se le achacan no pueden demostrársele, ya que no existen documentos firmados por el ex gobernador en los que conste que haya ordenado o autorizado la malversación de esos recursos, tarea de la que se encargaban sus subalternos. Lo cual, valga decir, no quiere decir tampoco que no lo haya hecho ni que esté exento de responsabilidad. Pero una acusación debe demostrarse, más allá de las sospechas más que razonables sobre su culpabilidad.
El problema de fondo es que las acciones judiciales enderezadas por la Procuraduría General de la República en contra de Javier Duarte fueron totalmente a destiempo y basadas en consideraciones políticas, más que jurídicas. El entonces gobernador priista había perdido el estado de Veracruz a manos del PAN y estaba provocando una crisis de gobernabilidad en el estado, además de que sus escándalos de corrupción habían llevado al PRI a la debacle electoral ese año. Desastre que se terminaría de consumar dos años después, en buena parte también gracias al descrédito provocado por el duartismo.
Convencido mi interlocutor de que gracias a esos cabos sueltos e inconsistencias en su caso Duarte alcanzaría su libertad antes de que concluyera 2018, le reiteré mis dudas y le expresé que habría que estar atento a lo que sucediera en los meses por venir y en los pactos que la clase política hiciera para transitar en el periodo de transición sexenal.
A poco menos de cuatro meses para que termine el infame sexenio de Enrique Peña Nieto, Javier Duarte aún no ha salido de la cárcel. Pero quien sí obtuvo por completo su libertad es la maestra Elba Esther Gordillo, gracias a su más que evidente alianza política con el lopezobradorismo –sobre la cual ya habrá oportunidad de abundar- y a que su caso, igual que el del veracruzano, presentaba inconsistencias y estuvo sostenido siempre en consideraciones políticas, más que jurídicas. Sin que eso signifique que la ex lideresa del SNTE sea inocente.
Y por lo que toca a Javier Duarte, al próximo gobierno federal tampoco le interesa ser el que le tenga que abrir la puerta de la prisión.
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