Por: Silvia Susana Jácome
En 1990, durante un encuentro con intelectuales organizado por Octavio Paz, el escritor Mario Vargas Llosa habló sobre el sistema político mexicano al que calificó como “la dictadura perfecta”.
Eran las épocas de esplendor del Partido Revolucionario Institucional, un instituto político que se había mantenido en el poder desde su creación en 1929 y que, a diferencia de las dictaduras latinoamericanas, ejercía el poder con un barniz de democracia.
Era, lo sabíamos, una simulación. No era el poder encarnado en un solo hombre, sino en un solo partido manejado por una élite política con un enorme poder. Ya desde entonces se hablaba del Grupo Atlacomulco, en el que se ubicaban políticos de gran influencia como Carlos Hank González, Alfredo del Mazo y Arturo Montiel. Años más tarde, el grupo llegaría a Los Pinos a través de Enrique Peña Nieto.
El pragmatismo del PRI era tal que podía adaptarse a cualquier circunstancia; del autoritarismo de derecha de un Gustavo Díaz Ordaz pasó a un régimen identificado con las izquierdas con Luis Echeverría o José López Portillo quien, incluso, llegó a nacionalizar a la banca mexicana. Pero luego vendría la era de los tecnócratas neoliberales representados por Miguel de la Madrid, Ernesto Zedillo y, sobre todo, Carlos Salinas de Gortari quien se dedicó a vender –o a desaparecer- buena parte de las empresas paraestatales.
Diez años después de la frase de Vargas Llosa –en el 2000- el PRI perdería la presidencia con un candidato sin personalidad –Francisco Labastida Ochoa- enfrentado a un candidato –el panista Vicente Fox- con un enorme carisma y en quien el pueblo había depositado enormes esperanzas.
Pero el régimen no cambió. Se tenía la percepción que la dictadura perfecta solo había cambiado de colores, pero seguía siendo de la misma naturaleza; el neoliberalismo y la tecnocracia no solo no desaparecían sino que se fortalecían con la presidencia de un empresario exitoso como Fox Quesada.
Una señal que abonaba a la continuidad de la dictadura fue la percepción de fraude que quedó en el ánimo de buena parte del electorado en relación con la elección de 2006, en la que el IFE reconoció el triunfo del panista Felipe Calderón quien, cínicamente y al referirse a la manera en que llegó al poder, expresó que “haiga sido como haiga sido, pero ganamos”. Fue la primera elección en la que Andrés Manuel López Obrador contendió por la presidencia y el resultado oficial lo colocó apenas un 0.58 por ciento por debajo de Calderón.
Doce años después las cosas son muy diferentes. López Obrador contiende por tercera ocasión –ahora a través de su propio partido, Morena- y gana con un amplio margen y con una legitimidad indiscutible al obtener casi el 53 por ciento de los votos, muy por arriba de su más cercano perseguidor –Ricardo Anaya- que apenas y llegó al 22.4 por ciento.
A pesar de los presagios que anticipaban conflictos postelectorales y una serie de impugnaciones, la noche de la elección transcurrió en calma, con el reconocimiento del resultado de los tres candidatos derrotados, el anuncio del Consejero presidente del INE quien dio a conocer las cifras preliminares que daban el triunfo al tabasqueño, y el reconocimiento, también, del presidente Enrique Peña Nieto.
No podemos soslayar que fue un proceso marcado por la violencia. Se registró más de un centenar de homicidios en contra de candidatas y candidatos o de personajes vinculados con la política, y tras la jornada electoral, hubo episodios violentos en Puebla y el asesinato del alcalde de Tecalitlán, en Jalisco. Tampoco podemos olvidar las campañas marcadas por las descalificaciones y la guerra sucia. Contra todo eso habrá que seguir trabajando, pero el terremoto que se preveía luego de la jornada electoral nunca llegó.
Viene lo más difícil, la reconciliación ofrecida por el virtual presidente electo y una transición que deberá ser pacífica y ordenada. Pero, por lo pronto, parece que ha quedado atrás la dictadura perfecta que vislumbraba Vargas Llosa y nos encaminamos a una democracia más acabada, imperfecta aun, pero democracia al fin.