Por más que intenten matizarla, la decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que declaró constitucional la inspección a personas y vehículos por parte de las fuerzas policiacas sin que medie una orden judicial o ministerial, abre la puerta para los peores abusos y violaciones a los derechos humanos.
Uno de los argumentos de los ministros que votaron en favor de la constitucionalidad de esta figura, prevista en el Código Nacional de Procedimientos Penales del nuevo sistema de justicia penal, y que fue impugnada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, es que las inspecciones policiacas representan “una medida proporcional, idónea y con un fin constitucionalmente válido, de proteger la seguridad pública y los derechos de las víctimas de delitos”.
Consideraron además que “la flagrancia de un delito se puede revelar de dos maneras: cuando el ilícito es evidente a la vista del policía, o cuando la inspección es la que lo revela”.
En un país en el que el respeto por el Estado de Derecho sea la norma y no la excepción, quizás estos juicios pudieran considerarse válidos, suficientes. No es el caso de México, donde los derechos humanos valen menos que nada y la brutalidad policiaca está más que documentada. En Veracruz, con particular ferocidad.
Tras las críticas que cayeron como tromba sobre los ministros por parte de académicos y representantes de organismos civiles de defensa de derechos humanos, la Corte “explicó” los alcances de las revisiones policiacas sin orden ministerial, y que tendrían que limitarse al momento en que se realiza una investigación criminal; luego de presentarse una denuncia de hechos formal ante el Ministerio Público o informal ante los propios agentes de seguridad; ante un delito flagrante; o cuando los policías tengan la “sospecha razonable” de que la persona a inspeccionar coincide con las características denunciadas o que en el momento cometa un delito no apreciable a simple vista, como la portación de armas o la posesión de drogas.
Con todo y la precisión de la Corte, es evidente el alto nivel de discrecionalidad que se le otorga a las fuerzas policiacas para intervenir a los ciudadanos. Las “sospechas razonables” suelen terminar en “lamentables confusiones” y, sobre todo, en abusos abominables.
Porque bajo esta lógica, los policías que durante el sexenio de Javier Duarte detuvieron, torturaron y desaparecieron personas en Veracruz se encontraban en medio de “investigaciones criminales”, además de que seguían órdenes superiores. Dejar este tipo de acciones coercitivas a criterio de los integrantes de corporaciones que constantemente son denunciadas por cometer abusos y estar infiltradas por el crimen organizado es, por lo menos, temerario. Pero más que nada, de una irresponsabilidad vil.
Para muestra, el caso de las hermanas adolescentes que fueron acribilladas por policías estatales en la ciudad de Río Blanco el pasado 10 de marzo. Los uniformados alegan que fueron “atacados” por las jóvenes Nefertiti y Grecia Camacho, de 16 y 14 años de edad, respectivamente, cuyos cadáveres ensangrentados, tendidos en calle, fueron exhibidos con armas a un lado para “probar” su “culpabilidad”.
Sin embargo, circulan imágenes en las que al menos una de ellas aparecería todavía con vida, sometida por los policías, lo que ha hecho crecer la sospecha de que se trató de una ejecución extrajudicial por parte de los elementos de Seguridad Pública del Gobierno de Veracruz, lo cual es negado por la Fiscalía General del Estado, que defiende la hipótesis de que con dos pistolas, unas casi niñas se enfrentaron a un escuadrón provisto con armas de alto poder.
La Corte está abriendo, de par en par, las puertas del infierno.
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