Jesús J. Castañeda Nevárez – jjcastaneda55@gmail.com
En todas las sociedades del mundo existen débiles y poderosos; pobres y ricos; altos y chaparros; flacos y gordos; buenos y malos; listos y tontos; inteligentes y brutos (a reserva de lo que se pueda mejorar la expresión); ganadores y perdedores; como en un efecto de contrastes que nos llevan a entender que la vida es un subir y bajar de forma natural y constante, sin que se tome alguna situación de forma definitiva. Todo puede cambiar.
Es así que podemos encontrar algunos eventos chuscos y hasta simpáticos en los que llegamos a asombrarnos de la transformación física de la fea del barrio, a la que todos le sacaban la vuelta y que nadie le hacía el mínimo caso y que de pronto los años, la alimentación, las hormonas o que se yo, pero se convirtió en todo lo contrario. O el burro de la clase que no atinaba a hacer una suma de dos dígitos y que un día lo encuentras como un empresario exitoso y no lo puedes creer.
Uno de esos contrastes que más se asocian con nuestras emociones es el ganar o perder, como algo que impacta fuertemente en nuestra vida y en nuestros planes inmediatos o futuros. Independientemente de que pudiera ser circunstancial, la derrota duele y obligadamente nos lleva a la frustración.
Por esa razón es que siempre tenemos alguna manera de explicar y hasta de justificar la derrota. Buscamos y encontramos en quien recargar la culpa, aún cuando pudieran ser ajenos a ella.
En la política de nuestro país hemos escuchado desde el pasado reciente y hasta hoy una forma de expresión que define a los contrarios, los que no son afines a las ideas o peor aún, que son los enemigos con quienes se tiene grandes diferencias ideológicas, de intereses económicos y de poder político, quienes son de forma automática los responsables de todo lo adverso y a quienes se les identifica en el lenguaje político como “la mafia del poder”.
A estos grupos se les ha señalado como los culpables de todo lo adverso que le ha ocurrido a uno de los principales actores de la política en nuestro país. Todos los rumores, ataques, intrigas, descalificaciones, señalamientos, amenazas, denuncias, demandas, etc., dirigidos hacia el personaje, se le atribuyen a “la mafia del poder”.
Los ciudadanos de a pie, como simples espectadores de las contiendas entre políticos, nos tiramos el chisme y vamos ubicando a algunos de esos personajes dentro del grupo de “la mafia del poder”.
Pero de pronto, como todo cambia y nada es definitivo, esos personajes se ponen bronceador y la piel se les pone morena dejando atrás su pasado sucio y perverso para convertirse en pregoneros de la honestidad y la bondad, en un intento de que la sociedad olvide su filiación pasada dentro de “la mafia del poder” se adhieren a un nuevo grupo de notables entre los que figuran algunos famosos por sus ligas, por la caída del sistema o por su línea 12, entre muchos otros que saben bien disimular lo que son y se suben en la ola que transporta a su líder en lo que parece el inminente arribo a la playa del poder.
Si ocurriera lo que esperan que suceda después del 1 de julio próximo, las cosas podrían cambiar de rostros y nombres pero seguir siendo “la mafia del poder”, tal vez con diferente color pero con las mismas prácticas. Porque como bien dice el dicho: “chango viejo no aprende maromas nuevas” y muchos personajes que hoy están resucitando tienen mucha cola que les pisen y seguramente estarán “cerrando” las puertas a las ideas frescas y sin contaminación, que pudieran ponerlos en riesgo de ser relevados por el jefe.
La clase política es una forma de mafia organizada y de grupos muy cerrados que cuando llegan al poder rápidamente enloquecen y aplastan a quienes en los días anteriores estuvieron buscando y apapachando para conseguir su voto.
La necesidad de la sociedad es que haya cambios de forma inteligente y razonada, con la apertura de participación de los actores que puedan contribuir positivamente; pero si se cierran en su mundito seguiremos atrapados en el mismo círculo vicioso, pero con una nueva mafia del poder. Es mi pienso.