Febrero y sus epifanías

Las epifanías, explicaba Joyce, son esas manifestaciones espirituales repentinas, “momentos de autenticidad”, “súbitas revelaciones de lo que es una cosa, de su naturaleza profunda”. En otro momento el escritor irlandés aseguraría que el creador de epifanías tiene la rara habilidad de extraer de los acontecimientos triviales la esencia verdadera de las cosas.

Un día “Borges”, el personaje de Borges, ese escritor argentino de “El Aleph”, salió a la candente mañana de febrero (en Argentina es verano en febrero), justo el día que murió su amiga Beatriz Viterbo. En esa mañana notó que en la Plaza Constitución “habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad”.

Ahí está la epifanía, ahí está el momento trivial que da pie al momento de trascendencia; para “Borges”, el universo inclemente continúa y no se detiene a duelos particulares. Al personaje sólo le queda la vanidad y la poesía: “Cambiará el universo, pero yo no”.

Me había pasado la mayor parte de mi adolescencia y la entrada de mi juventud esperando el fin del mundo. Tenía la certeza de que la humanidad no habría de llegar al año dos mil. La verdad nunca consideré que llegaría a ser un hombre maduro, nunca esperé el deterioro de mis partes, las arrugas no estaban en mis planes, la vejez, por supuesto, menos. Pero se llegaron mis treinta años y el dos mil llegó sin el fin del mundo. En adelante tuve que lidiar con la permanente conciencia de mi deterioro. Una gastritis confundida con colitis me puso en varias ocasiones de rodillas. Pero lo que más me pesaba era esa zozobra permanente. No tenía yo planes para más allá. Me llené de pánico y depresión. No estaba preparado para la edad adulta.

Una tarde de febrero, en uno de esos inviernos intensos, húmedos y desolados, más desolados aún en domingo, iba bajando por la avenida de Las Américas, cerca de una iglesia que rinde culto a la Virgen de Guadalupe. Crucé la avenida para ir a mi domicilio en la calle del Obispo. De repente un olor a pino seco hizo que me diera vuelta. Era febrero, y en la esquina, junto a un montón de basura, estaba un pino seco; lo que quedaba de las pasadas navidades. Me detuve a mirarlo, aspiré el aroma que no se había pervertido con el de la basura. Un pino seco, un invierno húmedo, un domingo desolado. Entonces me llegó una epifanía, lo comprendí todo; o quizá sólo una parte de ese todo.

Joyce me lo confirmaría más tarde en ese cuento estupendo titulado “Los muertos” y que es uno de los varios relatos de ese volumen épico: Dublineses.

Gabriel y su esposa Gretta han pasado la fiesta de diciembre en casa de las tías Kate y Julia. Gabriel se vio ante la bochornosa situación de dar el discurso de la noche, pero logró salir avante. Al finalizar se retiraron hacía las habitaciones que habían alquilado en el hotel. Gabriel se encuentra sumamente feliz, y deja que un sentimiento de pasión, casi lujuria, se aloje en su mente. Sólo espera llegar a su habitación para ahí ensayar las escenas de amor que en su imaginación ha ido fabricando. Gabriel nota que Gretta está lejana, “sólo un poco cansada” arguye ella. El desea de manera vehemente que Gretta se lance a sus brazos como colofón de una noche que él considera magnífica. Como Gabriel insiste en preguntar qué pasa, ella le narra la historia de un hombre que la amó por sobre todas las cosas. Un trabajador del gas llamado Michael Furey que al enterarse que ella se marchaba de viaje, acudió a su casa a pesar de la tormenta, tormenta que al final lo mató de una neumonía. Ella llora.

Gabriel lamenta en esa noche no estar en los pensamientos de su esposa. Se siente ridículo, avergonzado pues ha sido desplazado por el pensamiento de un hombre muerto, enterrado en Oughterard. Cuando se da cuenta, su mujer está dormida y a él no le queda de otra que mirar cómo la nieve lo cubre todo. En ese momento reflexiona y entiende que es “mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”.

Lagrimas escurren por sus ojos y la nieve cae, cae en toda Irlanda, sobre el médano de Allen y sobre las sediciosas aguas de Shannon; cae sobre el desolado cementerio donde yace Michael Furey, muerto. Entonces comprende que “Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”.

¿Qué pensamiento me llegó esa fría tarde de febrero al pie de un pino seco? Esa tarde repentinamente sentí la terrible certeza de que mi muerte habría de tardar mucho tiempo. Y esa certeza, como el cuervo de Poe, no se retirará del dintel de mi puerta “nunca más”. Desde ese domingo no soy el mismo, me preparo para la vejez como un sujeto obligado a la disciplina.

Uno se cree que la vida nos revela las cosas en los grandes acontecimientos. Pero no es así, la vida se nos revela en esos momentos cotidianos, en esas situaciones triviales que nos confunden, perturban y sacuden. Un anuncio de cigarrillos rubios, unos cuantos copos de nieve golpeando la ventana, hasta un pino seco junto a un montón de basura puede ser la clave que nos muestre el secreto de nuestra existencia, la razón por la que estamos aquí, tan solos; a veces bien acompañados, a veces anhelando más soledad.

La nieve, que es el tiempo, no cae sólo en Irlanda, en realidad cae sobre todo el universo.

Armando Ortiz                                                                       aortiz52@otmail.com

 

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